- Redacción
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- 2003-06-01 00:00:00
Dicen los clásicos que las cuestiones de cantidad son fácilmente discernibles, pero si se trata de calidad sólo es posible la discusión. Cantidad y calidad, he aquí la cuestión a la hora de emitir un juicio sobre vino. No es de extrañar que los bodegueros sueñen con una maquinita calificadora frente a la preocupante subjetividad de los críticos, tan engreídos ellos. La seguridad de la certeza objetiva, cuantitativa, frente al dudoso juicio de nuestros sentidos. La cosa ha llegado hasta la universidad de Valladolid, donde esforzados científicos ponen a punto un «Wine Panel Test» (WPT), capaz de realizar análisis organolépticos por medio de un sofisticado instrumental electrónico. Aseguran que su WPT alcanzará pronto un nivel de perfección «humano». El viejo sueño del gran matemático Turing convertido en realidad. Pero, una vez más, los viejos clásicos tiene razón frente a la moderna teoría de la computabilidad, porque no existe ningún algoritmo capaz de «emocionarse». Y de eso se trata. Si valoramos un vino por sus parámetros cuantitativos, por muy precisos y amplios que sean, estaremos describiendo una realidad física que adquiere sentido precisamente en su interacción con nuestra subjetividad. Si bebiéramos vino sólo para alimentarnos sería mejor el que tuviera más calorías, vitaminas y nutrientes. Pero bebemos vino fundamentalmente por placer. Así que el mejor vino es el que posee esa virtud inaprensible -sostenida en su realidad física, sin duda- de producir emoción, lo que sólo un ser «emocional» puede valorar. Seguimos a salvo. En mi profesión he tenido que enfrentarme a la arriesgada tarea de catar y comentar lo mejor de nuestra enología. Y en esta tarea he podido comprobar que no siempre lo perfecto desde un punto de vista enológico es lo más atractivo y gratificante. Por ejemplo, hay vinos que sin duda se merecen una alta calificación por la excelencia de su hechura, pero que producen menos placer que otros más modestos pero cargados de personalidad. Paradoja que ejemplariza el carácter «cualitativo» de la experiencia sensorial. Por eso, en mi cata prima la emoción sobre la reflexión, el sentimiento sobre el juicio, el placer sensorial sobre la serena placidez racional, aunque sin renunciar a ella. Y valoro en los vinos, por encima de todo, la magia indescriptible de lo artístico.