- Redacción
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- 2003-10-01 00:00:00
La viticultura española es un universo de paradojas, un campo minado de disparates, un compendio de decisiones erradas cuya matriz y motor ha sido la necesidad de altas producciones de un viñedo, que pese a ser el mayor del mundo, apenas rinde la mitad de Francia e Italia, por poner los ejemplos más cercanos. Este imperativo categórico de cantidad ha provocado verdaderas tragedias. Quizás la más clara sea la que tiene por protagonista a nuestra sufrida uva Garnacha. Tenida por varietal mediocre, destinado en las zonas cálidas a la obtención de graneles, y en las más frías a la elaboración de rosados, mal pagada y peor tratada, la Garnacha -que ha sido nuestra verdadera Cenicienta- ha visto cómo se la forzaba a dar más uva de lo prudente, se sustituían los clones de mayor calidad por los más productivos, vigorosa ante la sequía y las plagas, terminó convirtiéndose en la reina, por extensión, de las uvas tintas. La evolución vitivinícola de la última década supuso su definitiva marginación frente a otros varietales de mejor imagen como la Tempranillo o la Cabernet Sauvignon. Y comenzó un lento exterminio, con particular incidencia en las venerables cepas centenarias, refugio de las inmensas posibilidades de un varietal aristocrático, de frutosidad tan noble como profunda, cuyos taninos de seda se ofrecen al paladar agradecido desde el inicio de su andadura, quizás no muy larga -aunque no tan corta como se presuponía- pero siempre majestuosa. Una Cenicienta, en fin, que necesitaba el príncipe adecuado, con su zapato (botella) de cristal. Ocurrió en Priorato, y no hubo un príncipe, sino tres, que asombraron al mundo al descubrir la belleza y señorío de la sufrida Garnacha. ¿Cómo era posible que aquella doncella fregona, rústica y sufrida, con tendencia a la degeneración, encerrara tanta bondad polifenólica, tanta sugestiva frutosidad, tanto encanto y vitalidad sápida? Pronto corrió la buena nueva, y aquella sirvienta se ha convertido en reina, no sólo en Priorato, y por extensión en Cataluña, sino en Aragón, Rioja, Navarra, Baleares, Méntrida. Se busca y se paga a precio de oro sus racimos centenarios, y se aplica al viñedo menos viejo tratamientos adecuados a su noble linaje. De ella se espera calidad, y ella lo da.