- Redacción
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- 2003-12-01 00:00:00
La verdadera riqueza vitivinícola de un país, la garantía de desarrollo y futuro, radica en su patrimonio genético, en la riqueza, calidad y variedad de sus distintas cepas, asentadas por el tiempo y la selección humana a lo largo de su historia. Y en nuestro país, que lleva siglos cultivando las viñas y elaborando vino, que llegó a inquietar al Imperio Romano con la elevada producción y gran calidad de su tintos, que superó la prueba de fuego de la fe musulmana y sobrevivió a la prohibición islámica del consumo de alcohol, que conoció durante el renacimiento una explosión técnica y el desarrollo fulgurante de sus explotaciones dedicadas a la vid, provocando las primeras regulaciones del sector, un hecho sin parangón en el resto de Europa; en un país así, digo, se ha producido una de las mayores pérdidas de variedades autóctonas que se conoce, arrasadas por una concepción nefasta de la viticultura, orientada casi exclusivamente a conseguir la mayor producción de kilos de uva con el menor esfuerzo posible; y, para mayor inri, en un país de secano y bajos rendimientos. Así, una tras otra, fueron desapareciendo variedades de difícil viticultura, complicada maduración y bajo volumen, pese a que sus vinos pudieran tener una calidad más que estimable. Salvo en Canarias, donde la insularidad ha servido de reservorio natural, la Galicia profunda, del pequeño viñedo para el autoconsumo, y zonas de Castilla-León o Andalucía, en el resto de España se impuso la aplastante superioridad de la sin par Tempranillo, la productiva Garnacha o la Airén, mayoritariamente destinada a la destilación. Un panorama desolador que empieza a cambiar al calor de la mayor demanda de vinos de calidad con personalidad. Esto ha permitido recuperar parte de ese patrimonio perdido: Baboso Negro, Callet, Garrut, Gual, Juan García, Marmajuelo, Maturana tinta, Moristel, Parraleta, Prieto Picudo, Rufete, Samsó, Sumol, Tintilla, Vidadillo, Vigiriega y tantas otras variedades autóctonas. Todas ellas ofrecen al consumidor amante del blanco aromático y sugestivo, o del tinto con carácter, un variado y enriquecedor panorama de excelentes vinos, fruto de viticultores y bodegueros esforzados, lúcidamente románticos, o empresarialmente avispados, que han comprendido la importancia de nuestro patrimonio genético y la acuciante necesidad de diferenciarse -siempre desde la calidad- en un mundo monótonamente globalizado.