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Vinum publica en este número un dossier sobre uno de los lugares de trabajo más duros que el hombre pueda concebir: los viñedos inclinados, ejemplo casi fósil de lo que es capaz el ingenio y el esfuerzo humano para la subsistencia. Produce vértigo la imagen de los viticultores trabajando al borde de un precipicio de viñas, riesgo que el resto de Europa ha sabido rentabilizar sabiamente: si un viticultor se juega la vida por sus uvas es que su vino debe de ser único y exquisito. España, en cambio, con ser el país europeo más montañoso, después de Suiza, apenas ha sabido rentabilizar sus viñedos inclinados, algunos de ellos solo aptos para viticultores-escaladores. Salvo el Priorat, al que solo en la última década se le ha reconocido su valor enológico en todo el mundo, nuestras numerosas zonas montañosas, de belleza salvaje excepcional, con un potencial vitivinícola por descubrir, son prácticamente extrañas, incluso en su misma región. El ejemplo más clamoroso es el de la Ribeira Sacra, en Galicia, una zona de viñedos y paisajes inquietantes: un arte románico de ensueño entre el rumor del agua, un microclima excepcional, de influencia mediterránea y atlántica, un viñedo colgado en el vacío, donde cosecheros sin vértigo logran con mimo un racimo sano. Apenas nadie sabía de su existencia hasta hace cinco años, mito de Amandi aparte. Y no es el único ejemplo de la Península. En el Empordà y en buena parte de la Costa Brava, en esas terrazas que se asoman al mar, en las Arribes, o los Arribes, según sea salmantino o zamorano, apéndice español del Douro portugués, en la Peña de Francia salmantina o en las Alpujarras granadinas. Y dejo para el final los inusitados paisajes vitícolas de Canarias, donde en un mundo diferente a todo lo conocido, en Tenerife, La Palma, La Gomera o el Hierro, hay viñas que trepan entre pedruscos de negra lava, por los declives de los barrancos o por las laderas mismas de los volcanes, desde el nivel del Atlántico hasta más de 1.600 metros de altitud. En todas estas comarcas, donde la viña parece a punto de despeñarse, la uva deviene en vinos personales, bellos y arriesgados como la montaña misma en la que han crecido.