- Redacción
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- 2001-11-01 00:00:00
Si todos los productos agrarios son altamente sensibles a las fluctuaciones del mercado, generalmente influenciados por el año meteorológico que les toca en suerte, posiblemente ninguno sufre sus vaivenes -tan parecidos a la gráfica de un terremoto- como la uva. En este movimiento sísmico, en el que un año se desploman los bolsillos de los agricultores, y al otro el de los bodegueros, en el terremoto del 2001 le ha tocado perder al agricultor. En Rioja, tomada como referente principal de la uva tinta, el kilo de uva se ha movido en una banda que va desde las 40 pesetas a las 90. Solo en casos excepcionales se ha llegado a pagar a 230. Problema serio para la parte más frágil de la cadena, que acabará pasando factura a todo el sector en un futuro no lejano. En un país como el nuestro, con escasa cultura de «terruño», donde las bodegas apenas poseen viñedos propios, o donde son una minoría las que se pueden contar como autosuficientes, sin viticultor no hay vino posible. Y sin viticultor bien pagado no hay vino de calidad. Pero las cosechas de los dos años anteriores, cargadas de abundante fruta, récord en la historia en varias denominaciones de origen, han dejado colmados los lagares de España. A ello hay que añadir la notable subida de precios que experimentaron todos los vinos en estos últimos años, lo que ha provocado un relativo parón de ventas en el mercado interior y un inquietante retroceso en la exportación. Así las cosas, hemos llegado a una situación injusta, y en cierto modo atípica, pues una cosecha de una calidad estupenda se está pagando a precio de saldo. Si ya no podemos echar las culpas al cielo, tampoco podemos dejar al agricultor viviendo a la intemperie de bárbaras leyes del mercado, pues tarde o temprano el agravio lo pagaremos todos: en el precio y en la calidad del vino. Y aquí no acaba nuestra zozobra, porque ahora se nos plantea un segundo interrogante: si esta misma bajada de precios de la uva en las denominaciones de origen famosas acabará expulsando del mercado, nuevamente, a los vinos con menos renombre pero de calidad incontestable, que, gracias al tirón de la demanda, ya se habían hecho un destacado hueco. La cosa plantea serios problemas en la hostelería: ¿para qué esforzarse en mantener en la carta un vino que ya se sostenía por méritos propios, cuando al amparo del mérito ajeno de una denominación de origen famosa se pueden incorporar a la carta vinos baratos, muy baratos, sin que la calidad importe?