- Redacción
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- 2002-04-01 00:00:00
Aún recuerdo la época, no tan lejana, en la que se tenía por una característica loable los aromas de pimiento verde, que achicharraban nuestras juiciosas pituitarias con su insoportable verdor. Como eran indicio inequívoco del admirado Cabernet Sauvignon, se alababa su presencia como síntoma de la calidad del vino. De aquellos verdores nació uno de los malentendidos más perniciosos de la crítica enológica, felizmente corregido hoy en día. Porque las verduras que se cocinaban en nuestras bodegas nada tenían que ver con el maltratado varietal bordelés, sino con la juventud de las cepas, una desproporción foliar mal conducida y, sobre todo, la maduración incorrecta, tan fácil de confundir en una variedad que puede alcanzar grado y acidez adecuados sin que la uva haya cumplido felizmente su carga de frutosidad. Entonces vino Michel Roland catando viñas, masticando pepitas, saboreando hollejos, y proclamando el papel del enólogo en el viñedo. Ahora advertimos el más mínimo verdor y torcemos el gesto con desagrado. !El verde para la ensalada!, sin admitir que en la paleta cromática de un buen vino puede haber un hueco para los aromas herbáceos, los leves ensueños de clorofila, que es la placenta del reino vegetal.
Y ahora, superada la asignatura botánica, suspendemos en el reino animal. Cegados por la gloria de los tintos franceses que, en su lento caminar hacia la inmortalidad, revisten su caricia frutal con perfumado guante de cuero, acechamos las notas animales para emitir el juicio. De nuevo, la confusión entra en escena. Y los olores de cuadra, de sudores bravíos, de estiércol y pelos de la dehesa que nacen de las malas reducciones, las fermentaciones incorrectas, la oscura contaminación, el hedor insoportable de las «bretanomices», se tiene por signo de distinción. Como aquellos tufos reales de los que se jactaban los nobles en la Edad Media, y no tan media. Un poco de higiene, por favor. Cuando nos piden que decantemos una botella dos o tres horas antes para poder consumirla sin que sus malos olores nos sofoquen, están señalando un remedio que evidencia una enfermedad. Y tanto más si, como suele ser habitual, el vino en cuestión no tiene más de un lustro. Alabar esta vejez sobrevenida es una insensatez que el consumidor sin ínfulas, al que le gusta la complejidad, cierto, pero limpia y frutosa, rechaza con razón. No lo dudemos: si un vino tiene olores de cuadra, !al corral!