- Redacción
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- 2004-04-01 00:00:00
Rosa, rosae, rosarum,... ¿recuerdan? El bendito latín, un muerto que gozaba de excelente salud, para desgracia de mis años mozos en el colegio. Declinar correctamente el sustantivo “rosa”, a la par que trabalenguas diabólico con el que nos divertíamos en el recreo, fue una de las penosas obligaciones estudiantiles a las que tuve que enfrentarme durante aquel bachillerato multilingüe y autoritario de los años 50. Tal vez por lo que sufrí entonces con el latín comprendo a los que padecen fobias o ataques de puritanismo enológico cuando tienen que degustar un “rosado”, adjetivo sustantivado en vino fresco y alegremente trasgresor, que anuncia primaveras y calores desenfadados, con la punta fresca y voluptuosa de la bebida intrascendente. Sí, comprendo a los detractores, ensimismados en los grandes vinos, un lugar a donde el rosado no llega. Pero para mi, el rosado seguirá siendo, y cada vez más según mejora en factura y diseño, una agradecida bebida de trago ávido y refrescante. Un candoroso vino tinto elaborado en blanco, que embelesa con su rubor de ambigüedades. Y así, un año más, como en un eterno retorno vivificador, llegan a nuestras páginas los rosados, y se llenan de aromas de fruta madura, de embrujo floral, de los perfumes silvestres de un jardín encantado. Y, una vez más, la cata evidencia lo evidente, las virtudes y limitaciones de una bebida que en España es, sencillamente, fundamental. No debemos olvidar que somos un país con el viñedo todavía mayoritariamente blanco -aunque cada vez menos-, que bebe fundamentalmente tinto. Anomalía que el rosado, con su vocación conciliadora, viene a atenuar. Y es que, además, en ninguna otra parte del mundo se elaboran tantos y tan buenos vinos rosados. Incluso en este 2003 enloquecido que se alivió el soplo cálido del verano con una ducha de agua inoportuna. Incluso, digo, en este año difícil, la calidad alcanzada por los mejores rosados, antaño privilegio de Navarra, se expande como una gratificante mancha que cubre toda España. Rosados que superan la tentación de la fácil frescura, la levedad intrascendente, el cuerpo anoréxico. Rosados carnosos, potentes, equilibrados, con su toque golosamente glicérico. Vinos necesarios que enriquecen nuestro panorama vitivinícola y ofrecen al consumidor la posibilidad de una nueva experiencia enológica.