- Redacción
- •
- 2004-10-01 00:00:00
Paradigma del tinto “macho”, recio y potente, sin demasiados remilgos, los vinos aragoneses fueron creando a lo largo de las últimas décadas una pesada losa que ya es parte de su historia: los graneles para exportar. Una condena que si ayer dio sustanciosos beneficios con un trabajo fácil, despreocupado, hoy no tiene porvenir. Sin embargo, esta tierra fue antaño famosa por sus vinos, de fuerte personalidad, cantados por el romano Marcial. En Cariñena, Felipe II pudo admirar, camino de las Cortes de Monzón, dos fuentes de vino, tal como relata su cronista Enrique Cock. Pero Aragón experimenta un cambio radical cuando la filoxera crea una gran demanda de vino en Francia. Para satisfacerla, se cambia el viñedo y las técnicas de elaboración, para especializarse en la exportación de vinos fuertes y alcohólicos. Se arranca la uva autóctona Cariñena, que casi desaparece. Durante años, un buen negocio. Pero los tiempos cambian y el granel ya no garantiza el futuro. Porque la producción granelista, impersonal, destinada a dar fuerza y color a otros vinos, debe renunciar a la personalidad, y eso es jugar a la contra, ya que Aragón posee gran diversidad de tierras y climas, con zonas muy adecuadas para el vino de calidad. Se beneficia de la protección montañosa más impresionante (Moncayo, Pirineos, Sistema Ibérico) contra vientos fríos y húmedos del norte y noroeste, lo que permite vendimias sanas. Goza de inviernos templados, veranos cortos, secos y calurosos por ser zona de encuentro climático entrecruzado: continental, atlántico y mediterráneo. Tierras que, en general, retienen bien la humedad y la suministran lentamente a la planta a medida de que se desarrolla el ciclo vegetativo. Y donde la viticultura está destinada, por naturaleza, para grandes vinos. Así lo entendieron hace tiempo en Samontano, hoy paradigma del éxito vitivinícola aragonés. O los que, en solitario, han demostrado las posibilidades enológicas de Cariñena, Calatayud y Campo de Borja, como el ya desaparecido Teodoro Pablo, o Santiago Gracia, José Benito, Pepe Gracia, Jesús Navascués... Lo mismo que han hecho, por libre, gente aventurera como los Maulemann que descubrieron un pequeño paraíso en Teruel. Más difícil lo tienen el resto, donde el predominio del cooperativismo a la vieja usanza, que rompe la raíz del viticultor y el bodeguero, impone la tradición de la cantidad y el grado. Pero hay excepciones que terminarán marcando la regla. Aragón está ante una encrucijada vital: o vinos recios, toscos, astringentes, corpulentos y alcohólicos; o vinos poderosos sí, pero elegantes, refinados, complejos y personales. De su elección depende su destino: un futuro de calidad.