- Redacción
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- 2004-11-01 00:00:00
Jesús Sastre define el problema con la claridad y concisión que caracteriza al campesino de la vieja Castilla: «Si vendemos treinta millones de botellas y producimos ochenta, habrá que hacer algo». Esta es la cuestión, porque el crecimiento acelerado de Ribera del Duero era previsible e inevitable. Es impensable que pueda mantenerse por tiempo indefinido una situación excepcional como la de esta prestigiosa D.O. nacida al amparo de Vega Sicilia. Durante casi veinte años, sus vinos se han cotizado alto, la calidad ha sido más que estimable, el éxito comercial -como el de Alejandro Pesquera- ha venido acompañado por las altas puntuaciones, la oferta marchaba por detrás de una demanda selecta. Ello trajo unos precios desmesurados de la uva, la buena y la mala, y una magnífica cuenta de resultados para las pocas bodegas inscritas. Y la economía no perdona. La fuerza de atracción generada por estas condiciones extraordinarias ha provocado una avalancha de inversiones, con los resultados conocidos: tan sólo en el último lustro, la entrega de contraetiquetas casi se ha duplicado, la superficie de viñedo inscrita ha crecido cerca de un 36%, y el número de bodegas de crianza se ha multiplicado por dos. Y un año más, la cosecha se acercará a los setenta y cinco millones de kilos de uva. Sobra vino, por mucho que el Consejo Regulador extreme sus exigencias y descalifique lo inclasificable. Vistas así las cosas, es indudable que la pujanza fuera de lo común de Ribera del Duero no ha hecho sino reproducir en su seno el problema que es, desgraciadamente, patrimonio común de todas nuestras denominaciones de origen: se elabora más vino del que se consume. Es decir, lo excepcional ha evolucionado hacia la normalidad. La entropía no perdona. Pero aquí este desfase resulta más peligroso, ya que puede distorsionar el principal activo de Ribera de Duero: la imagen de calidad asociada a marcas históricas, con el «Único» a la cabeza. La solución no puede consistir en ponerle puertas al campo, sino en encarar con decisión las dificultades inherentes a la «normalidad». Primero, acostumbrarse a que, como es habitual, se diversifique la oferta, y que junto a vinos excepcionales aparezcan otros de menor calidad y un sin fin de tintos mediocres. Admitir que la dura competencia en un mercado saturado obligará a bajar los precios, particularmente a las nuevas bodegas con planteamientos de volumen, y que lo impensable hace unos años ya es una realidad, por mucho que duela: vinos de Ribera a precios manchegos. Pero mientras la ley del mercado sitúe a cada cual en su sitio, siempre nos quedará la gran calidad y personalidad de los mejores tintos de la Ribera del Duero. Esperemos que, como me decía un bodeguero, lo malo no contamine a lo bueno.