- Redacción
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- 2004-12-01 00:00:00
«Un fantasma me persigue: si no deberíamos salir más veces de la sala de cata y ver cómo el vino se comporta en sociedad» Para la mayoría de los profesionales disfrutar del ritual de la cata es un privilegio, más que un trabajo. O un trabajo privilegiado, si se quiere. Muchos disfrutamos tanto o más con la preparación del rito que con la cata en sí. A la hora de catar nos encerramos en una sala espaciosa y clara, la aventamos de olores parásitos, pulimos las copas, tras elegir para la hora del hambre, cuando nuestros sentidos están más receptivos. Todo un ritual para que la percepción de los olores, sabores y sensaciones táctiles sean más pronunciadas. Así, las muestras de vino esperarán, a la luz exacta, la perfecta mise en place bajo la temperatura ideal de degustación. Ningún aroma de café ni de infusión ni de alcohol tendrá morada en nuestra sala de operaciones. Y por supuesto, el culpable de la última plaga que padece la humanidad, esto es, el teléfono móvil, estará apagado. Todo para afinar nuestro juicio y trasladar a los lectores la impresión más cabal. Pero solo nosotros tomamos el vino con precauciones tan extremas. El resto de los mortales lo beben despreocupadamente en compañía, sea gastronómica, con alimentos, o con parientes y amigos. Quedamos para comer o cenar, pero rara vez «quedamos para beber». Y aquí, en el restaurante o nuestro comedor el vino se la juega. Ha de compartir protagonismo con el humor de los invitados y con todos los alimentos que pueblan el mantel. Aquel vino, tratado entre algodones en la sala de cata, debe abrirse paso en su nueva y dura vida. Luchará a brazo partido contra la agresión olorosa del humo del tabaco de la sala. Quizás padecerá la falta de recato de algún vecino de mesa excesivamente generoso con su perfume o loción de afeitado, acaso nos visitarán las emanaciones anisadas de una potente bullabesa que pondrá en peligro de muerte el entramado aromático de nuestro vino adorado. Y posiblemente el vino en esas condiciones tomará otra dimensión: parecerá vulgar, raro o irreconocible, o tal vez todos esos «daños colaterales» hagan que se supere en la adversidad y brillen todas sus cualidades. Es un fantasma que me persigue desde que me dedico a esta profesión: si no deberíamos salir más veces de la sala aséptica de operaciones y ver cómo el vino se comporta en sociedad. Porque al fin y al cabo el vino ha nacido para ser compartido. Y eso es lo que precisamente hemos hecho en este número. Beber para comer mejor.