- Redacción
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- 2005-04-01 00:00:00
He aquí un vino de notable elegancia, delicado aroma, paladar suave, y adecuada graduación alcohólica. Hablo de los generosos elaborados al amparo de la “flor”, protegidos del oxígeno agresor por el “velo” misterioso, acunados en la “bota” del maternal roble, nutridos de la generosa crianza biológica. Hablo, naturalmente, de los finos, manzanillas y amontillados que en Huelva, Jerez, Sanlúcar, Málaga, Montilla o Moriles ofrecen al bienaventurado consumidor una bebida natural, en cuya elaboración sólo interviene la naturaleza, bajo la vigilancia, eso sí, del experto bodeguero. Y que en el caso cordobés, ni siquiera necesita el añadido de alcohol vínico. Vinos, por tanto, que añaden a su poderosa y sutil riqueza sensorial, a la emoción y el placer refinado de su ingesta, notables propiedades salutíferas. Que, como sentencia el refranero con la gracia acostumbrada: “beber con medida alarga la vida”. La enjundia de estos vinos, su complejidad aromática, el paladar seco y suave, les permiten armonizar con prácticamente cualquier manjar. Pero también pueden ser esa copa solitaria, meditativa; o el trago de conversación pausada, de amistad profunda, Un vino que, como sentenciara Séneca, el gran moralista gaditano, “lava nuestras inquietudes”. Y ahora llega abril, el mes por excelencia del fino, la manzanilla y los aristócratas amontillados. Y con abril, las ferias y fiestas andaluzas repartidas y repetidas por toda nuestra geografía. Porque allí donde se encuentra un grupo suficientemente amplio de andaluces surge espontáneo el cante, las palmas, el baile y la bebida. Capitaneadas por la feria madre de todas las ferias, la de Sevilla, este generoso de tez pálida, seco como nadie, punzante y sutilmente complejo, que combina madera y frutos secos con dejes de mar, fruta y hierba, impone su ley y hace del trago una fiesta enológica suprema. Pero este culto hedonista no nos debe hacer olvidar que los generosos de “crianza biológica”, arrullados por el mar o acariciados por los vientos cambiantes y complementarios de poniente y levante en Cádiz, también se encaraman a la sierra en Córdoba para tocar el cielo con la emoción de la altura. Y que junto a la anodina y prolífica uva Palomino, metamorfoseada en sublime grandeza enológica, se yergue la notable Pedro Jiménez que, por una vez, renuncia a la filigrana de su potencial dulzor para ofrecerse esbelta y fina. Que si la “flor” gaditana se perfuma de salitre, la “flor” cordobesa se embebe de sol. Mar y Montaña, para un mismo vino, tan igual y tan diferente. Qué más se puede pedir.