- Redacción
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- 2005-05-01 00:00:00
La primavera anuncia el tiempo del «rosado», adjetivo sustantivado en vino fresco y alegremente trasgresor, que presagia calores desenfadados, con la punta fresca y voluptuosa de la bebida intrascendente. El rosado es y seguirá siendo, y cada vez más según mejora en factura y diseño, una bebida agradecida, de trago ávido y refrescante. Un candoroso vino tinto elaborado en blanco, que embelesa con su rubor de ambigüedades. Y así, un año más, como en un eterno retorno vivificador, llegan los rosados, y se llenan los vinos primaverales de intensos aromas a fruta madura, de embrujo floral, de los perfumes silvestres de un jardín encantado, no por habitual menos sugestivo. Y, una vez más, como cada año, la cata exhaustiva de MiVino evidencia lo que ya es más que evidente: nuestros rosados se han hecho mayores, han ganado en cuerpo y complejidad, y se acercan, peligrosamente, al límite de su razón de ser. Un paso más, y muchos de ellos se convertirían en claretes, que es la antesala del tinto sin tapujos. Estas son las virtudes y limitaciones de una bebida que en España es, sencillamente, fundamental. No debemos olvidar que somos un país con el viñedo todavía mayoritariamente blanco -aunque cada vez menos-, pero que prefiere beber tinto. Anomalía que el rosado, con su vocación conciliadora, viene a atenuar. Bien está, por tanto, esta escalada en el color, el cuerpo y la consistencia sápida. Bienvenidos sean los varietales poderosos, hasta ahora alejados, salvo cantadas excepciones, del rosado, como los cabernets, syrahs, merlots, etc. Más que oscurecer, dan brillo a la frescura aromática de la tradicional garnacha, la reina de esta tipología que ve cómo su imperio se democratiza. Y es que, además, en ninguna otra parte del mundo se elaboran tantos y tan buenos vinos rosados. En este 2004, que jugó al suspense durante la pasada vendimia para terminar regalando una añada excepcional aunque complicada, la calidad alcanzada por los mejores rosados es soberbia. Y lo que es más importante, la factura moderna de nuestros mejores rosados, antaño privilegio de Navarra, se expande como una gratificante mancha que cubre toda España. Rosados que superan la tentación de la fácil frescura, la levedad intrascendente, el cuerpo anoréxico. Rosados carnosos, potentes, equilibrados, con su toque golosamente glicérico. Vinos necesarios que enriquecen nuestro panorama vitivinícola y ofrecen al consumidor la posibilidad de una nueva experiencia enológica.