- Redacción
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- 2005-12-01 00:00:00
España, pletórica de luz, escasa de agua y sobrada de sol, iluminada y seca, es un paraíso vitivinícola para los vinos dulces. Una sabrosa parcela de la enología en la que nuestro clima, suelo, tradición y viñedo se aúnan para lograr verdaderas obras maestras. Somos un magnífico país donde la riqueza en azúcares de la uva bien madura, pasificada tantas veces, se expresa en vinos golosos hasta el paroxismo, con una exuberancia y profundidad de aromas difíciles de encontrar fuera de nuestras fronteras. Desgraciadamente, este tesoro de la tradición enológica española no se corresponde con el consumo y la estima que tales vinos se merecen. Vinos dulces naturales y naturalmente dulces, sin artificio, en los que el dulzor del fruto se convierte en filigrana gusto-olfativa, y lo mismo baila por fandangos o sardanas que canta el «cantus firmus». Vinos dulces de Pedro Ximénez que en Cádiz, Córdoba o Málaga encontró su hábitat destinado, y cuya elaboración generosa convirtió el modesto varietal en uva reina absoluta de la más sublime dulzura blanca. Vinos dulces de la tinta Garnacha, dadivosa como pocas, que cubierta de manto oscuro y adornada por glicérico lagrimeo, ofrece un sabor profundo, como un eco de siglos. Vinos dulces de la perfumada Moscatel (de Alejandría, naturalmente) con su vetas aromáticas donde el buen elaborador puede extraer perfumes de flor, mineral y cítricos. Vinos dulces de la pragmática Monastrell, uva esquiva como pocas, pero que, concentrada y envejecida hasta la extenuación en sus modernos fondillones, se metamorfosea en alarde de esencias vínicas multiseculares. Vinos dulces, finalmente, de la señorita Malvasía, antiguamente tan estimada como maltratada hoy, sutil y sincera cuando se cultiva en terrenos adecuados, como en las Islas Canarias, a las que dio fama y gloria, y donde aún sigue ofreciendo el milagro de su golosina inteligente, tostada por el volcán. Y nada mejor que aprovechar las fiestas navideñas, cuando la presencia del turrón, el mazapán, los polvorones, frutas escarchadas, roscones de reyes y demás parafernalia repostera se hace inevitable, para reconquistar el paraíso perdido y viajar por el goloso universo de nuestros vinos dulces. Los hay para todos los gustos: densos, untuosos, potentes, largos, profundos; o ligeros, sutilmente ácidos, esbeltos. Y con los más diversos aromas: a pasas, pan de higos, frutas maduras y exóticas, miel de mil flores, maderas, frutos secos, dátiles, torrefactos, cacao... cada uno adecuado a un postre navideño.