- Redacción
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- 2006-04-01 00:00:00
En la feroz guerra comercial del vino, cuyo campo de batalla se extiende por todo el globo terráqueo, y en la que la vieja Europa sigue cediendo posiciones -seis puntos en los últimos años- hasta ver cómo el Nuevo Mundo acapara ya el 40% del mercado mundial-, ha surgido un nuevo y peligroso artefacto bélico: la noble madera de roble. A la panzuda y entrañable barrica, donde el vino se educa para la vida en sociedad, consolida sus virtudes cardinales, adquiere complejidad y sutileza, y se protege contra el implacable paso del tiempo, le han salido competidores de su misma sangre. Son las virutas, duelas, «chips» y demás artilugios que abaratan considerablemente el uso enológico del roble. Una práctica habitual en los nuevos países vitivinícolas como Australia, que se está imponiendo entre nosotros hasta el extremo de adquirir naturaleza legislativa en la Unión Europea. La polémica está servida. Para unos, estas prácticas de elaboración deben ser tratadas como una posibilidad enológica más, con sus ventajas e inconvenientes. Entre las primeras, la ausencia de contaminaciones, el control del proceso, la infinita gama de posibilidades combinatorias, el acceso a los mejores robles, etc. Entre las segundas, la ausencia de los fenómenos físico-químicos propios de un recipiente, la uniformidad y pérdida de carácter, la ausencia de ese factor intangible, pero no por ello menos real, que aporta la construcción artesanal de la barrica. Los que se oponen argumentan que con estas prácticas se rebaja la crianza en madera a la de un aditivo, lo que resulta inaceptable. Ciertamente, no es lo mismo meter vino en madera que madera en el vino. Es evidente que ambas posiciones tienen su parte de razón y cuentan con argumentos de suficiente peso. El problema es cómo regular una práctica a la que no parece sensato cerrar los ojos. Y defender al consumidor, que necesita saber qué ingredientes contiene y cómo ha sido elaborado el vino que compra. El peligro de fraude es grande. Para nosotros no hay duda de que el vino de calidad exige, entre otros parámetros como clima, variedad, terruño y elaboración, la crianza en barrica de roble. Pero hay un campo inmenso de vinos medios, de consumo poco exigente y precios competitivos, donde la «otra» madera tiene un sitio muy digno y respetable.