- Redacción
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- 2010-09-01 00:00:00
Habría que hacer una corrección a la sentencia del poeta Antonio Machado para quien los necios son los únicos que confunden valor y precio. Dándole una vuelta de rosca, la sociedad de consumo ha generado una nueva categoría, la de los listos, que no necios, que diariamente intentan hacernos creer que los objetos sólo tienen valor cuando se les etiqueta con un precio desorbitado, y no al revés. Todos conocemos a ususarios de objetos de alta gama, como automóviles, smartphones, ordenadores o cámaras fotográficas, cuyo uso requiere un entrenamiento específico o una pericia y conocimientos fuera de lo común, que jamás utilizarán ni una mínima parte de las prestaciones que han comprado. Es una manera de adquirir prestigio, aunque jamás lleguen a saber qué funciones cumplen los numerosos botones y lucecitas que pusieron a su disposición los fabricantes. Como suele ocurrir en otros órdenes de la vida, existe una proporción exacta entre la ignorancia del comprador y la magnitud del disparate de la compra. Y en el mundo del vino hay mucho consumidor poco atento, usuarios particularmente infradotados para identificar un sabor a corcho, anósmicos al ácido acético, ciegos a los mensajes de color de los vinos, incapaces de distinguir la madera húmeda de toda la armada Invencible encerrada en una botella, para quienes las añadas son meras referencias, como sus aniversarios de boda. Son lucecitas de alerta, como en el caso de los coches, que jamás sabrán interpretar. Un vino, un buen vino, es el producto de un diseño total que comienza con el cuidado de la viña, desde la elección de los varietales, el laboreo y la vendimia, y continúa con los sabios procesos de elaboración hasta culminar con un descanso merecido en botella que acabará por redondearlo. Y todo ello para modelar un paisaje aromático determinado, un cuerpo, textura, taninos, acidez y potencia específicamente estudiados para disfute del consumidor. Pero un consumidor ignorante o inexperto, incapaz de detectar ese sutil paisaje gustativo que debería identificar de manera singular a un vino, suele ser la víctima perfecta de quienes sólo saben añadir valor al vino con el procedimientos de engrosar el precio de venta al público, cazadores furtivos de las cuentas corrientes de nuevos ricos que apenas han adquirido otra cultura que la del dinero: “Es bueno porque es muy caro”. El vino no es un objeto de consumo cualquiera. Por su delicada condición de ser vivo, todavía en crecimiento y desarrollo, ni su compra, ni su traslado, ni su conservación, ni su servicio final pueden atenerse a los criterios estándar aplicados al resto de la cesta de la compra. Este razonamiento vale tan sólo para quien sabe disfrutar del interior de la botella. Pero quienes apenas busquen en el vino un símbolo de reafirmación de su estatus... también acertarán. Su ignorancia hará que pasen por alto sus virtudes o defectos, pero pocos objetos como este, especialmente adaptados para ser consumidos en compañía, les aportarán tanto provecho social. Para ganancia, eso sí, de bodegueros incapaces, aunque buenos pescadores de río revuelto.