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La filoxera a punto estuvo de acabar con el viñedo europeo a principios del siglo pasado. Una epidemia llegada de América que atacó tanto a las raíces de las cepas como a las raíces mismas de una cultura arraigada y mantenida durante miles de años en la civilización occidental. La plaga obligó a aplicar remedios de urgencia, que gracias a la “reserva” de viñedo del Nuevo Mundo, el indestructible pie de la “vitis americana”, inmune a la plaga, salvó una industria y todo un acervo cultural.
Y cuando ya el peligro global parecía conjurado, otro más poderoso, lento, larvado e inexorable se cierne sobre los grandes y tradicionales viñedos europeos: el cambio climático. La comunidad científica ya nos lo ha advertido: bastará con un aumento de temperatura en la Corriente del Golfo -la misma que preserva a Europa de convertirse en un continente helado- entre dos y seis grados, en no más de sesenta años, para que los cultivos europeos queden afectados profundamente. Y uno especialmente sensible será la uva, especialmente capacitada para detectar los cambios en su entorno, de virar bruscamente en aromas, sabores, y color de un pago a otro, de una altitud a otra, de un año al siguiente. En ese negro futuro, las maduraciones serán mucho más tempranas, y un calor mucho más húmedo propiciará la proliferación de plagas. Todo ello obligará a plantear una gigantesca remodelación del viñedo actual, y, sobre todo, se necesitarían nuevas técnicas para alcanzar los requisitos de calidad. Todavía no sabemos si el cambio desencadenado por la actividad contaminante del hombre tiene marcha atrás. Pero al menos medio siglo parece suficiente para que vayamos pensando en desarrollar una agricultura adaptada a la alteración que se avecina, una viticultura “de invernadero” en un futuro en el que, más que nunca, el vino será más cosa de viticultores que de enólogos. O mejor dicho: de enólogos viticultores.
VINUM