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Poco, o nada, se ha tenido en cuenta el papel fundamental de sumilleres y cocineros en el espectacular desarrollo vitivinícola español de la última década. Tendemos a fijar la atención casi exclusivamente en bodegueros y enólogos, cuyo papel ha sido y es, sin duda, determinante en la gran calidad alcanzada por nuestros vinos. Pero descuidamos injustamente el trascendental papel de los profesionales de hostelería en la difusión de estos vinos grandiosos que, para mayor inri, se consumen y conocen mayoritariamente en los restaurantes. ¿Qué sería de la mayoría de nuestros blancos y tintos de gama media-alta y alta si no estuvieran presentes en las cartas de los mejores restaurantes? ¿Quién conocería esas marcas minoritarias, de difícil cuando no imposible distribución en tiendas, supermercados y grandes superficies, si el entusiasta somelier no los hiciera visibles en sus comentarios y recomendaciones? ¿Adónde acudiría el bodeguero con vocación de artista, enamorado del terruño, prendado de su vieja viña, que es la niña de sus ojos, si no tuviera acogida, tantas veces altruista, en los locales donde el vino se venera por encima de la comida? Nos quejamos de los precios, del factor multiplicador, que, ciertamente, es en muchos casos abusivo, pero olvidamos esa otra dimensión decisiva del profesional de hostelería, de su papel impagable como difusor, promotor y gestor, en definitiva, de la cultura del vino. Mientras no seamos conscientes de que, hoy por hoy, las mejores cartas de nuestros restaurantes, selectivas unas, extensas otras, todas rigurosas, constituyen las auténticas bibliotecas enológicas de nuestro tiempo, donde el consumidor conoce, aprende y aprecia la realidad vitivinícola española, no seremos justos con los profesionales de la restauración. A ellos debemos reconocimiento y gratitud por su encomiable labor de infatigables evangelistas embriagados (en el sentido etimológico de la palabra). Porque los periodistas especializados somos como ellos. Estamos con ellos.