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Con más del 90% de su cuenca en tierras andaluzas, el Guadalquivir es el caudal materno de esta tierra de sol, fresca y cálida, de montañas coronadas por la nieve, profundos valles de verdor incomparable, suaves colinas pintadas por el blanco de sus pueblecitos serranos, playas de luz y fina arena. Tiene Andalucía la complejidad sumergida de las cosas aparentemente sencillas. Por ejemplo, cuando se habla de vinos andaluces todo parece reducido al magisterio de sus dulces y generosos. Sin embargo, con las mismas uvas Palomino, Pedro Ximénez, Moscatel o la singular Zalema se elaboran también blancos con el encanto de sus aromas juveniles. Son variedades imprescindibles para la obtención de los maravillosos finos, manzanillas, amontillados, olorosos, palos-cortados, cream, y dulces. Pero tienen su contrapunto en otra enología donde impera la frescura y la fruta exaltada por el sol del sur de España. Por no hablar de sus tintos de nuevo cuño en tierras malagueñas, gaditanas o granadinas.
Pero sigamos con el río Guadalquivir, la corriente totémica de los árabes, madre de Al Andalus, savia de Andalucía. El Guadalquivir ciñe a la provincia cordobesa por la cintura, como un amante. Es el ceñidor recamado de topacios y esmeraldas de la sultana Córdoba, como dijo en su tiempo un cadí de Lucena que escribía versos. A su norte, Sierra Morena, al sur, la Campiña. Vamos al sur, ahora, dejando el río ceñidor. Olivos, cereal, viñas, aceite, harina, vino... Los montes de piedra y viña se miran en el espejo del agua del río.
Y, en llegando a Sevilla, el río se hace marinero. Hace cosquillas a la Torre del Oro y se encamina, navegable y señorito, hacia las tierras gaditanas y onubenses, no sin antes asombrarse con los nuevos vinos de la sierra norte. Luego se hace marisma, se bifurca, se diluye, empantana y se emborracha de generoso salino. Un largo camino desde Cazorla para llegar al mar. No hay mucho vino, pero qué grandeza. Fondo de alegrías que sazona un complicado guiso de tristezas. Guadalquivir.