- Redacción
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- 2008-07-01 00:00:00
Galicia y Albariño, tiempo de vino y piedra. Cuentan que esta uva, de dulces, pequeños y prietos racimos dorados, potente y delicada a la vez, fue traída a principios del siglo XII por monjes cistercienses al monasterio de Armenteira, epicentro geográfico del Salnés. Aquí se da la mayor y más espléndida concentración de pazos y torres, germen fecundo de escritores y metáforas, donde la geometría del viñedo y los sembradíos alterna y contrasta con la cantería de Barrantes, Señorans, Zárate, o la estampa palaciega de Fefiñanes. Surcado por el Umia, bordeado por el mar de las rías de Pontevedra y Arousa, el Salnés ha sabido recuperar el pulso vitivinícola con la potenciación de su vino emblemático. Un viaje por este valle hondísimo, de vid y herbal, verde oscuro o glauco, explosivo de sol en verano, siempre húmedo y sonoro, para beber sus vinos y soñar, como escribía Valle-Inclán, con esta visión gozosa y teologal, puede ser una experiencia única. “Quen prova repete”, solían afirmar con orgullo los viticultores de Cambados, el corazón sentido del Albariño, nuestro más prestigioso vino blanco que, pese a su gran calidad, no termina de conquistar el lugar que merece en los mercados. Dificultades climáticas, que han reducido la producción algunos años, y una demanda creciente han disparado el precio de este vino notable, de portentoso aroma frutal, amplitud sápida y gran elegancia que le permite competir ventajosamente con los grandes blancos del mundo. Afortunadamente en Rías Baixas se ha hecho un gran esfuerzo por colocarlo en su lugar. En sus veinte años de existencia, la D.O. ha impulsado decididamente, aunque no sin resistencias e incomprensiones, la tecnología en las bodegas y el saneamiento de los viñedos. La moda de los blancos jóvenes y afrutados, campo donde la Albariño no tiene competencia, ha sido el motor de su desarrollo. Pero lo efímero de algunos vinos, que apenas duraban unos meses, y el dominio abusivo y artificioso de ciertos aromas frutales crearon cierto cansancio entre los consumidores exigentes y entendidos. Situación preocupante y absurda si tenemos en cuenta que los blancos de Rías Baixas son de los pocos que pueden permitirse el lujo de crianza en botella, ganando en elegancia y complejidad. Camino seguido por lo mejores y que ha elevado notablemente la calidad.