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Resulta paradójico que en una tierra donde lo fácil es el cultivo de la vid, gracias a sus condiciones tan extraordinarias para su cultivo, su benigno clima y la falta de enfermedades fitosanitarias, le hayan colgado siempre el sambenito de su carencia de calidad para producir grandes vinos. Así le ha sucedido al viñedo del Levante español, sometido históricamente a toda clase de vaivenes y no pocas maledicencias interesadas. La última revolución enológica en aquellas tierras ha demostrado sobradamente que los tópicos -tantas veces confundidos con la tradición- suelen ser una pesada losa para la superación y el desarrollo. Pero lo cierto es que si nos fijamos en su historia y en la trayectoria de sus vinos, en la zona se han elaborado siempre grandes y nobles productos. Cuando por exigencias de mercado así se demandaban, llegaban a elaborarse los mejores graneles, vinos con mucho color, boca y grado, con poca acidez, para que, sabiamente mezclados, los agresivos y ácidos vinos de más allá de los Pirineos y de la Europa fría se pudiesen beber con cierta complacencia. Ahora, cuando lo que se solicitan son vinos que reflejen sobre todo la personalidad del terruño, se descubren las grandes aptitudes de estas luminosas tierras y sus cepas, las Monastrell, Bobal o Moscatel. Y hasta los más exquisitos de allende los mares sucumben ante sus excelentes facultades y asigna a buena parte de estos vinos puntuaciones más altas, incluso, que algunas marcas míticas.
Afortunadamente son historias pasadas, los profesionales levantinos han sabido obtener la energía y la personalidad que terruño, clima y variedades entregan al vino sin que para ello tengan que imitar a ninguna otra estrella del firmamento enológico.
La cata de la que hemos disfrutado para ilustrar nuestro viaje por el río Segura confirma esta evolución. Aunque ahora otro nubarrón acecha a este gran viñedo: el del cambio climático. ¿Seremos capaces de capearlo? ¿Cambio climático supondrá automáticamente cambio de vinos?