Utilizamos cookies propias y de terceros, así como los datos de la conexión del usuario para identificarle. Estas cookies serán utilizadas con la finalidad de gestionar el portal, recabar información sobre la utilización del mismo, mejorar nuestros servicios y mostrarte publicidad personalizada relacionada con tus preferencias en base a un perfil elaborado a partir de tus hábitos y el análisis de tu navegación (por ejemplo, páginas visitadas, consultas realizadas o links visitados).
Puedes configurar o rechazar la utilización de cookies haciendo click en "Configuración e información" o si deseas obtener información detallada sobre cómo utilizamos las cookies, o conocer cómo deshabilitarlas.
Hubo un tiempo, no hace mucho, en que era lugar común afirmar, incluso por críticos de renombre y expertos de libro, que con la uva Monastrell no se podían elaborar grandes tintos de máxima expresión y elegancia. Se le presumía a esta variedad una rudeza y desmesura que era fruto de las prácticas vitivinícolas. Cierto; hasta entonces sólo se habían elaborado, y en ingentes cantidades, graneles alcohólicos, tintos subidos de color para colorear los débiles y paliduchos vinos europeos. Vendidos a buen precio eran, y en parte siguen siendo, sustento económico de nuestros viticultores mediterráneos. Hizo falta que ciertos bodegueros audaces y pundonorosos, tras el entusiasmo de algún enólogo francés, se decidieran a elaborar tintos donde la gloriosa Monastrell diera el do de pecho para que este varietal se situara definitivamente entre las grandes del mundo. Hablo de Ramón Castaño, pero antes de Agapito Rico, de José María Vicente y de los que siguieron, como Pepe Mendoza o el entrañable Felipe de la Vega. Y es que la Monastrell ha sido tratada como un cultivo más, se ha buscado la cantidad y el grado alcohólico menospreciando sus personalísimas y poderosas cualidades organolépticas. Pero cuando a la viña se le da lo que pide, y es bien poco, y la uva madura pletórica de azúcares, bien provista de ácidos, desbordante de polifenoles, con producciones limitadas, siempre con la vista en la expresión del terruño, entonces la Monastrell es grande, sus vinos rompen esquemas. Insisto, con la Monastrell sólo hay un problema: la viticultura. Claro que hay que huir como de la peste de los riesgos y desmesuras de una uva propensa a las sobremaduraciones y los tonos dulzones de la algarroba, que le restan finura, pero cuando el laboreo es adecuado, el marco de plantación preciso, la densidad de cepas obligada y el cultivo orientado hacia la calidad, el fruto se metamorfosea en tinto de aromas telúricos, donde la fruta (higo, moras silvestres) se ilumina con resonancia mineral y crece al calor de las especias. Y regala un sabor concentrado que resalta su fuerte personalidad y carácter, resumido en dos palabras: sensualidad y elegancia.