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V aya, por Dios! Ahora resulta que, con los años, el rosado, nuestro entrañable rosado de toda la vida, se nos está poniendo serio, lo que no estoy seguro de que sea síntoma de madurez. Me alarma comprobar cómo, año tras año, el rosado, un vino que alardeaba del don de la ubicuidad, bueno para todo, está perdiendo su rubor juvenil. Y así, ante mi asombro y desconcierto, lo veo renunciar a su vocación transgresora, hacerle ascos a la desfachatez frutal. Porque éste es un vino del que se esperaba que naciera tinto, pero que, finalmente, nos sale tendiendo, contra natura, al blanco. El rosado, que va bien con todo, lo que ya indica un notable facilidad de acomodo, siempre ha presumido de su lozana gama cromática, tan variada que lo mismo se viste de piel de cebolla como se colorea en granate pálido, pasando por las sutilezas del rosa asalmonado, fucsia, fresa, lila... Y no ha tenido empacho en exhibir, con desenfado, su naturaleza barbilampiña (de escasos taninos, si se quiere), alardeando de su cesta de fruta, donde se juntan, en gozosa macedonia, las moras, las fresas, las cerezas o los albaricoques. Pues bien, atacados de una inesperada sed de trascendencia, los rosados empiezan a buscar afanosamente la madera, maceran tanto que ya casi se cubren de capa grana y enriquecen su oferta aromática con sensaciones gestadas en el tiempo, atenuando el impacto frutal con el que nos saludaban. No son todos, lo sé, pero empiezan a resultar determinantes en la oferta de calidad. Esta deriva nos puede conducir a cambiar rosado por clarete, con la grave pérdida de una de nuestras tipologías más logradas, y en las que nuestro país, dotado de varietales óptimos como la Garnacha, la Bobal, la Monastrell, la Tempranillo, la Mencía, etc., puede ejercer un sano liderazgo. Bien están las innovaciones que enriquecen el panorama enológico: alabada sea la búsqueda de lo singular en un mundo de vinos comunes, pero sin precipitarse en la pendiente que va de lo auténtico a lo artificoso.