- Redacción
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- 2009-07-01 00:00:00
Hubo un momento en España que los buenos conocedores temieron por la salud de uno de los vinos más singulares del mundo: el blanco. Frente al extraordinario brío, fama y desarrollo que los vinos tintos experimentaron en los últimos veinte años, los blancos fueron relegados al olvido, casi borrados del mapa enológico nacional. No había rincón donde no se probara hacer algo de vino tinto, incluso donde el blanco estaba bien enraizado, como ocurrió con la denominación de Origen Rueda, el reino de la Verdejo, o con regiones como La Mancha, ese gran mar de cepas blancas. Los varietales tintos, tanto autóctonos, como de las más raras especies, fueron colonizando el terrirotio tradicional de las blancas, hasta el punto de que ahora existen más hectáreas de cepas tintas que de Airén y compañía. Afortunadamente el sentido común ha vuelto del exilio para reconquistar sus antiguos dominios. La enología nacional ha despertado al vino blanco, derribando esa norma dictada por un insensato que aconsejaba no intentar extraer grandes blancos en tierras extremadamente soleadas. El renacer de estos magníficos vinos, buenos para beber, grandes para guardar, ha surgido en las tierras del norte, famosas por sus blancos, sobre todo en Galicia, aunque también en Navarra, en Cataluña, o en Castilla y León. En realidad, cualquier zona vinícola alberga ya magníficos ejemplos de sabiduría enológica aplicada a terruños, incluso donde salvaguardar la frescura y la potencia aromática de un blanco parecía hasta ahora una proeza. Nuestros vinos blancos de varietales autóctonos triunfan en el mundo. Albariños, godellos, treixaduras, verdejos y viuras son demandados y admirados fuera de España, en feliz compañía con otras variedades menos conocidas, como la Malvasía, la Vijariego, el Xarel.lo o la Garnacha blanca. Y no faltan magníficos vinos de variedades foráneas como la ya clásica Chardonnay, la Sauvignon blanc, la Viognier, la Rosanne o la Marsanne, todas ellas venidas en apoyo de la diversidad y como antídoto al aburrimiento. En este resurgir del blanco español hemos aprendido que la madera ha de utilizarse en dosis más sutiles. Porque el alma del blanco es, precisamente, su expresión primaria, la frescura de frutas, flores, hierbas, y la complejidad que proporciona el terruño con su fondo mineral.