- Redacción
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- 2009-11-01 00:00:00
España ha sido un país rural hasta el otro día. En la práctica hemos sido arrancados de la campiña para producir en las ciudades a ritmo industrial de todo, desde coches hasta fabada de la abuela, pongamos por caso. Es posible que este desarraigo cultural forzado haya obrado un efecto de nostalgia en nuestros corazones y miremos todo lo “hecho a mano” como un producto muy superior al industrial, mimado y elaborado con una materia prima “natural”, valorándose muy positivamente las capas de roña de la mesa de hacer chorizos o las telarañas, que, como evidentes estalactitas, cuelgan a raudales en una supuesta bodega artesana como signo de calidad basado en la naturalidad, tanto de la materia prima como del trato profesional. “Como el vino, o el salchichón, o el agua de mi pueblo, ninguno”, clamamos recordando aquellos sabores con los que nos hemos destetado (sabores que, por otro lado, ya me gustaría catar hoy con cierta seriedad). Y el vino, producto mitológico y entrañable donde los haya, no podía escapar a ese pensamiento. En Cataluña, principal núcleo de elaboración de espumosos, existe un turismo de notable influjo en muchas localidades del Penedès, de afluencia dominguera, en el que la familia va a comer a una bodega y de paso compra unas botellitas de cava, supuestamente artesano y familiar, en realidad, en algunos casos, adquiridas “en punta” (ya terminadas, a falta de etiquetar) a alguna cooperativa de la zona. Desgraciadamente todavía se confunde la artesanía con el folklore mal entendido. La artesanía bien aplicada es mimar el producto desde la misma viña, tratado por profesionales que han hecho de su trabajo vocación, usando tecnología donde falten condiciones naturales. En este caso, lo mismo puede hacer un cava de artesanía una gran casa elaboradora de dos millones de botellas que el que sólo hace el vino de la uva que recolecta en sus viñas. En el fondo, más facilidades posee aquel que puede elegir diez mil kilos de uva entre dos millones que el que no tiene más remedio que elaborar con lo que tiene. No pretendo borrar del mapa el subyugante arte de la artesanía, y menos defender el proceso industrial, como en aquellos tiempos del otro lado del telón de acero, pero sí desmitificar esa palabra mal empleada y peor entendida.