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Un año ha pasado desde que los cimientos de las relaciones interpersonales convencionales comenzaran a resquebrajarse: las reuniones presenciales, los saludos "a la antigua", con abrazos y besos, y la libertad de movimientos se han visto sustituidos por quedadas virtuales, saludos a lo sioux y boca tapada entre trago y trago. Seguro que en este tiempo tan extraño hemos pasado por momentos de rebeldía, hartazgo, derrotismo, esperanza, resignación... y qué se yo cuántos encuentros y desencuentros más hemos vivido entre nuestro yo más racional y el más emocional. Pero que la pandemia haya cambiado nuestras costumbres más elementales no quiere decir que no hayamos aprendido y reflexionado para encontrar fórmulas seguras y más o menos confortables para seguir adelante. El sector de la hostelería lo ha hecho, y sigue luchando sin descanso para encontrar ese punto de equilibrio con el que seguir ofreciendo un servicio de calidad sin poner en peligro el bien más preciado para su supervivencia, la salud del cliente. Me consta que los esfuerzos están siendo titánicos y que en todo este tiempo no han parado de adaptarse a las exigencias sanitarias, pero urge un apoyo administrativo no solo en ayudas económicas, sino en buscar y plantear vías para poder desarrollar esta actividad con continuidad. Hablar de hostelería es hablar de un importante tejido de industrias auxiliares, pero sobre todo de un sector agroalimentario, entre el que se encuentra el vino, que en buena parte necesita de la hostelería para sobrevivir. No hace falta reinventar nada. En estos 12 meses hemos tenido tiempo suficiente para reflexionar y aprender a adaptarnos al reto que se plantea. Solo falta actuar.