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Qué duda cabe que vivimos tiempos paradójicamente atropellados. Cuando la conectividad llegó a nuestros móviles, no hace tanto tiempo, lo hizo presuntamente con la intención de concedernos más tiempo y hacernos el mundo más accesible y, por tanto, más cómodo. Sin embargo, nos encontramos con que nos hemos ido convirtiendo en simples rehenes de un entramado de redes sociales y aplicaciones "para todo" sin las cuales somos incapaces de hacer algo tan sencillo como llegar a un lugar cualquiera por nuestros propios medios. Pero mientras rendimos pleitesía al último modelo de nuestro oráculo tecnológico, estamos perdiendo lo que a mi juicio nos diferencia del resto de seres que nos acompañan en el planeta: la empatía. Esa especie de individualismo vanidoso nos está llevando a fracturar las relaciones humanas y a eliminar la capacidad que tenemos de ponernos en la piel del otro. Creo poderosamente que la empatía es de las pocas herramientas que nos quedan para restañar las diferencias de toda sociedad y, desde luego, estoy completamente convencido de que el vino es un elemento de cohesión social a través del cual, históricamente, los pueblos que han protegido su tradición y cultura han prosperado. Me estoy refiriendo al vino como el fruto de un esforzado trabajo, vehículo de identidad territorial, que protege y mantiene el paisaje y fija población rural, además, de entenderlo como una hermosa manera de unir personas en torno a una mesa para acercar posturas, facilitar el entendimiento, fomentar encuentros o apaciguar tensiones cotidianas al llegar a casa. Pienso que debemos tratar al vino, siempre desde la moderación, con el respeto y la importancia que se merece a nivel social y cultural y no como una vulgar bebida alcohólica más.