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Febrero llega con su luz suave y un aire que aún respira el letargo del invierno. En los viñedos, las viejas cepas parecen dormidas, pero bajo su piel rugosa y austera late una vida que nunca se rinde. Sus raíces, profundas y testarudas, se abrazan a la tierra con fuerza, buscando en lo más hondo el sustento que las tormentas no pueden arrebatar. Así es la vid: una metáfora perfecta de la resiliencia que define a quienes la cuidan y la convierten en vino, ese milagro líquido que tanto humaniza nuestras vidas. En este número queremos rendir homenaje a esa capacidad de resistir y florecer, aun en los terrenos más difíciles. Viajamos a zonas vitícolas pequeñas, casi olvidadas, donde cada copa es un mapa de historias por descubrir. En estos rincones apartados, la viña y su gente sobreviven al anonimato y muestran que no hace falta alzar la voz para ser grande: basta con permanecer fiel a la tierra. Nos adentramos en la lucha de apasionados de la viña, como Pepe Raventós, por mantener vivo su querido Penedès frente a los desafíos contemporáneos. El cambio climático, la globalización y la búsqueda de nuevos mercados ponen a prueba su ingenio. Pero en cada poda cuidadosa y en cada vendimia hallamos la prueba de que la autenticidad siempre prevalece sobre las modas pasajeras. Finalmente, exploramos Ribera del Júcar en forma de cata completamente esclarecedora, una región pequeña que comienza a pisar fuerte con vinos llenos de promesas. En sus aromas y sabores se percibe el espíritu de quienes no se conforman con cualquier resultado, impulsando un desarrollo imparable. El vino no solo nos acompaña, nos reconcilia con la vida. Es el abrazo después de la tormenta, el rescoldo en los días grises. Hoy, más que nunca brindemos por esas raíces que, como nuestras propias esperanzas, jamás dejan de aferrarse a la tierra.