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Contundencia: “El hombre unidimensional no tiene capacidad de crítica y cambio porque no encuentra contradicción entre lo ideal y lo real, entre el ser y el deber ser”. Así se expresaba Herbert Marcuse, autor de El hombre unidimensional, ensayo escrito en 1964 y uno de los pilares de la denominada Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt.
Casi medio siglo después, este adjetivo tiene una fuerza increíble. Aunque parezca una contradicción porque, la verdad, más bien parece que estemos en una era de casi infinitas dimensiones, con más caras que un dodecaedro. O al menos eso parece. La nueva era online nos conecta y relaciona en puntos muy distantes. Parece que más allá del espacio tridimensional, hayamos encontrado el tetradimensional cotidiano, el tiempo en nuestro universo personal. Vuelvo a Marcuse: “La autonomía y la espontaneidad no tienen sentido en su mundo prefabricado de prejuicios y opiniones preconcebidas (…) el hombre unidimensional produce y consume”.
En el mundo unidimensional del vino, que aún existe, el bodeguero produce bajo ciertos parámetros que nada tienen que ver con la realidad, se aferra como las raíces a una tierra baldía. Cree alcanzar otra dimensión por confiar ciegamente en su nueva realidad virtual, cuando en realidad el discurso sigue siendo el mismo. Cree que una imagen vale más que mil palabras, cuando debería valer, al menos, 75 cl de vino, de buen vino. Cree en un ser supremo con múltiples disfraces. A veces geek, a veces trivial. Cree en su propia perfección cuando el ideal de belleza no existe. Cree que lo que hace es lo correcto por ser lo común o lo que se lleva. El entorno no le deja ver más allá. Así, y mientras esto ocurre, una sola dimensión homogénea y bastante aburrida se ciñe sobre los viñedos de cepas mudas y aparentemente perfectas. Como una bandada de peces en las profundidades del mar, nadando y alimentándose por igual. E incluso asustándose a la vez cuando una amenaza los acecha.