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Editorial La muerte del vino

  • Redacción
  • 2012-10-01 09:00:00

Con este título, el gran catedrático español de Sociología Jesús Ibáñez -perspicaz analista de la sociedad de consumo desde la metodología sociológica cualitativa y excelente profesor- publicó en 1976 un artículo analizando los cambios en el sector del vino en la revista cultural Cuadernos para el Diálogo. Esta reflexión la incorporó en su libro Para una sociología de la vida cotidiana, editado por Siglo XXI. Desde luego que ha pasado no solo tiempo, sino que han sucedido muchos cambios en la sociedad española. Y el mundo del vino no es ajeno a ello. Su transformación ha sido profunda, desde el desarrollo tecnológico, dentro de la bodega primero y ahora en el campo, hasta el cambio en las propuestas de estilos, el redescubrimiento de zonas y variedades, el lavado de cara en la imagen, los nuevos enólogos o el despegue de los sumilleres. Aunque hemos visto muchas y nuevas bodegas con el boom del vino y la influencia de los medios de comunicación, observamos cómo el consumo sigue cayendo y cómo, en la actual coyuntura, las bodegas buscan nuevos paradigmas. Y me pregunto: ¿qué escribiría ahora Jesús Ibáñez sobre la situación del vino en España?
“El vino es una obra de arte, y una de las más completas, pues incluye en una unidad superior todas las formas sensibles que pertenecen a los sentidos de la profundidad”, escribía. Defendía como algo único la honradez y paciencia de la crianza del vino, el saber y querer esperar a que produzca sus formas. Y “está muriendo convirtiéndose en un producto muerto: fabricado, no criado”. El mercado marca el ritmo, la tendencia y algunos bodegueros se ajustan a este devenir, al flujo imparable de las ventas. Analizando la situación de aquellos años, y han pasado más de 30, afirmaba que “la enfermedad que produce la muerte del vino es una enfermedad nueva, con un nombre terrible y extraño: marketing”. Ahora lo asumimos como algo necesario y casi imprescindible en la vida cotidiana. No sé si de manera consciente o inconsciente, pero su presencia no nos es ajena.
Hace poco, todos los medios de comunicación se hicieron eco de la anécdota de una mujer en Zaragoza que durante unos días fue protagonista en las redes sociales por su personal restauración del Ecce Homo de la iglesia de su pueblo. “La victoria de la máxima banalidad en el centro de lo sublime” reflexionaba Vicente Verdú en su artículo en El País “Eccehomo: el efecto birria”. Y pocos días después una bodega aragonesa informaba de que “el Ecce Homo ya tiene vino”. Unas 5.000 botellas etiquetadas para vender y otras 20.000 a la espera por el éxito que esperan. Solo es un ejemplo más. Ha habido otros muchos, y los que llegarán. No sé qué opinión merecería esta anécdota al sociólogo, si pensaría que el vino, tal y como lo entendía, está en digna sepultura. O si resucita de vez en cuando, como alma que necesita expresarse.
Lo inmediato, lo efímero, la indeterminación, pasajes de un paisaje fugaz y perecedero. Deseo o necesidad, consumo o deseo de consumir, rumbo o deriva. Todo es válido, todo se puede justificar.
Este es el hombre, esto es lo que vivimos.

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