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Entre las peculiaridades enológicas de nuestro país hay una particularmente refrescante y jovial: los rosados. En ninguna parte del mundo se elaboran tantos y tan buenos vinos de este tipo, en el que el tinto late con corazón de blanco. Año tras año, la calidad de nuestros rosados, antaño privilegio de los navarros, se expande como una gratificante mancha que ya cubre toda España. Atrás quedan aquellos años, de penoso recuerdo, en los que el rosado era un fácil recurso de ignorantes, la salida cómoda de restauradores y sumilleres sin criterio -basta recordar aquella nefasta frasecita: “tómese un rosadito, que va con todo”- o una bebida impersonal con vocación de refresco. Por no hablar de los falsos rosados, mezcla vergonzante de tinto y blanco, que aliviaban los stocks de bodegueros poco escrupulosos. Vino, por tanto, que renunciaba a su ambigua personalidad, miembro honorable de la gran familia vinícola española. Las cosas comenzaron a cambiar cuando en Navarra se gestaron, de la mano de Chivite, los primeros rosados de nuevo cuño, limpios, aromáticos, con más cuerpo y aromas intensamente frutales. La entrañable Garnacha se olvidaba de viejas oxidaciones, pesados gustos pasteleros, o sabores vegetales, para mostrar su impresionante y sugestivo perfume de fresa y frambuesa. Pero también estaban los rosados de Tempranillo en todas sus versiones, Monastrell, Listán, Bobal, y un largo etcétera de nuestros mejores varietales tintos. Luego vinieron los varietales foráneos, traídos principalmente de la mano de emprendedores bodegueros catalanes, imponiendo la supremacía organoléptica de los Merlot y Cabernet sauvignon. Finalmente, la mejora se ha generalizado, y hoy es posible encontrar excelentes rosados en cualquiera de nuestras zonas vitivinícolas, elaborados con casi todos los varietales tintos que hoy se cultivan en nuestro país, lo que permite al consumidor elegir, tanto en los meses calurosos como en el resto del año, un rosado para cualquier tiempo y momento.