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Galicia siempre sorprende. Notable bebedora de vino, apura la taza de sus “caldos” con tanta fruición que absorbe parte de la producción del resto del país, contribuyendo a sujetar esa triste media de algo más de 36 litros por habitante y año, menos de la comuntaria y casi la mitad de lo que se beben nuestros vecinos portugueses. Pero en esta tierra donde la uva y su mosto fermentado mereciera la voz suave y pulida de Rosalía de Castro o el verbo polisémico y erudito de Álvaro Cunqueiro, donde de los desperdicios del vino, el bagazo ferviente, extrajera un orujo que ha dado nombre genérico a este tipo de aguardiente del que se decía, sin razón, que cuanto peor era la uva de origen, mejor; aquí, digo, en tierra de terrazo y soporte granítico para la parra de la vid blanca, gusta sobre todo el tinto, tanto, que inventaron un mito, el de Amandi, morapio fresco y joven que cantara el trovador de amor y amigo. La realidad es que en Galicia el viñedo es abrumadoramente blanco, con el diamante recuperado del Albariño y las perlas en fase de salvación de la Treixadura y Torrontés. Un viñedo infectado de híbridos que se tiñe de morriña cuando sueña con sus cepas históricas, hoy variedades tintas en vías de extinción: la Sousón, de uva azabache con aromas primarios intensos y color profundo, que bien madura y sana puede dar tintos insospechados; o la Brancellao, cuyo parentesco y parecido con la Syrah francesa augura un porvenir espléndido si se consigue elaborar, como solía, vinos con los taninos perfumados de violeta. Mientras, tenemos la entrañable Caíño, de aroma profundo aunque sabor algo neutro. Pero, sobre todo, la magistral Mencía, la piel gruesa, la pulpa jugosa, cuyos vinos, de un rojo vivo con tonos azulados, la frutosidad casi embriagadora capaz de sumergirte con dulzura en un paisaje boscoso de frutillos negros silvestres, son por ahora la mejor expresión del tinto gallego.