- Redacción
- •
- 2002-03-01 00:00:00
Tenemos en nuestro país una peligrosa propensión hacia el extremismo, que en el mundo del vino ha provocado efectos perniciosos. Recuérdese aquella “machada” enológica que, no hace tanto tiempo, exigía a todo tinto que se preciara tener más de 14 grados de ardiente alcohol, unos taninos a prueba de gaznates bizarros, y tal densidad y poder colorante que se podía tomar con cuchillo, con lo que la copa o taza quedaba irreversiblemente teñida de oprobio. Luego vino la moda irresistible de los vinos jóvenes, frescos y afrutados, con su bochornosa procacidad aromática: un insoportable olor a platanito, mezclado con manzana y melocotón, se instaló entre nosotros para sombro del consumidor entendido allende nuestras fronteras. Todos los blancos parecían el mismo blanco. No negaré que, en el caso de varietales tan neutros y anodinos como la Airén, la revolución de las levaduras de laboratorio, la tecnología del frío y el acero inoxidable, hicieran milagros. Lo grave es que la ola de monotonía alcanzó a otras variedades nobles, cuyo perfil aromático se vio así sometido a un planchamiento igualitario absurdo. Solo los que hemos podido gozar de aquellos vinos de Albariño, guardados como tesoros por sus propietarios, servidos casi clandestinamente en las tabernas de Cambados, blancos con varios años en la botella, donde el color dorado brillaba entre las brumas de los inevitables posos, sabemos lo mucho que puede aportar esta magistral uva cuando se la trata con respeto. Es cierto que aquellos vinos con un paladar sedoso y amplio, y un buqué complejísimo, era escasos, y la mayoría no soportaba ni el paso del tiempo ni la sed más profunda. La tecnología llegó para modernizar nuestro mejor vino. Pero ya es hora de que se recupere, en una vuelta superior de tuerca, lo que antaño hacía el buen año y la santa providencia. Porque a nuestros blancos en general, y a los Albariño en particular, les falta finura. No es suficiente ofrecer al asombrado catador una potencia aromática fuera de los común si todo se queda en una o dos notas frutales. No es suficiente impresionar el paladar del consumidor con la magnitud sápida que termina empalagando en el final golosón. Debemos posibilitar que el vino se afine y enriquezca en la crianza reductiva, bien en el amplio vientre de los depósitos, bien en el claustro traslúcido de la botella. Finura y complejidad que empieza por la exigencia más rigurosa en la calidad de la uva, la vendimia sana, los pies de cuba, la fermentación controlada, la lenta maloláctica, y el reposo sin oxígeno. Solo entonces los blancos de Albariño lograrán el caché de los grandes. Como solían antes unos pocos. Como pueden hacerlo hoy muchos.