- Redacción
- •
- 2002-09-01 00:00:00
Las Denominaciones de Origen españolas, cuyo papel en el desarrollo enológico de nuestro país ha sido fundamental, necesitan urgentemente de una redefinición. La tutela como principio básico, en la que subyace cierta desconfianza histórica frente a la actividad empresarial, tanto profesional como ética, debe ser sustituida por una actitud de ayuda, de solidaridad con el esfuerzo empresarial. Ayuda a los agricultores amparados por la DO para que puedan desarrollar la viticultura más adecuada; ayuda a los bodegueros para que puedan elaborar el mejor vino. El resto debe hacerlo el mercado y los tribunales. El primero, sentenciando la calidad y el acierto en el diseño del vino; los segundos, persiguiendo fraudes y demás picarescas al uso. Las reglamentaciones prolijas y puntillosas, donde se describe el proceso de elaboración hasta en los mínimos detalles, o se obliga a crianzas mínimas en barrica como si eso tuviera algún significado mágico, carecen hoy de sentido; lo mismo que el excesivo pundonor virginal hacia los varietales foráneos, cuya sabia administración, sin embargo, está dando resultados excelentes. Por el contrario, la contraetiqueta se ha convertido demasiadas veces en una coartada comercial para vinos mediocres. Nuestros bodegueros se enfrentan a la necesidad estratégica de conquistar nuevos mercados y satisfacer las nuevas tendencias en el gusto de los consumidores. Ahí nos jugamos el futuro de nuestra enología, que no puede seguir mirándose el ombligo. No cabe extrañarse ante el hecho de que cada vez más bodegas españolas prescindan de la cobertura que la inscripción en una DO supone, y se lancen al mercado a pecho descubierto, con sus botellas sólo adornadas por el nombre del vino y el prestigio de quien lo elabora. Actitud, todo hay que decirlo, que no siempre obedece a razones altruistas o de audacia empresarial. También existen otros motivos: miedo al control, siempre molesto, de los veedores y demás funcionarios de los Consejos Reguladores al no poder cumplir alguno de los requisitos de inscripción; los hay que se niegan al corsé burocrático y los que desean utilizar libremente varietales foráneos no admitidos; y, por supuesto, los que elaboran vinos en zonas donde todavía no se dan las condiciones para crear una DO. Pero todos se enfrentan a una aventura cargada de riesgos. No olvidemos que, todavía, el nivel cultural del consumidor español es bajo: se guía por juicios genéricos y simplistas como eso de que sólo los riojas son buenos tintos de crianza, para rosados los de Navarra, o los blancos deben ser gallegos. En cualquier caso, aquí están sus vinos. Los hay excelentes, buenos, y mediocres. Pero es el consumidor quien tiene la última palabra.