- Redacción
- •
- 2010-12-01 00:00:00
Describir lo indescriptible. El vino es un placer de los sentidos. No le hacen justicia las palabras secas. Por eso decimos: ¡Sí a la exuberancia poética! Pueden burlarse de nosotros, si quieren. Recientemente nos llegó un envío de un lector bastante fuera de lo común: metido en un sobre sin remitente estaba nuestra cata especial de la añada 2009 de Burdeos publicada en el número 77 de VINUM, lleno de palabras marcadas en rosa. Además, un comentario escrito a mano: “En esta revista, se repetían hasta la saciedad las palabras ‘jugoso’ o ‘sabroso’. Muy poco imaginativo.” Al mismo tiempo, llegó por correo electrónico la siguiente toma de posición: “Ya hace tiempo que nos habíamos acostumbrado a las notas de cata llenas de flores y verduras, pero ¿qué tendrán que ver con el vino las siguientes expresiones: líquido disolvente, poesías melódicas, golpes de gong, bellezas temperamentales, acordes de órgano o incluso la tarta de chocolate de la abuela y un gran final de Beethoven? ¡Es sencillamente ridículo!» El perfume de las flores y el pis de gato En fin, el lenguaje del vino es un tema difícil, porque ¿cómo expresar con palabras las percepciones de los sentidos? Cada persona percibe los olores y los sabores de modo completamente distinto. ¿No nos creen? Pues hagan un curso sensorial profesional, en el que les harán oler moléculas que aparecen en el vino. Hay sustancias que, en dosis muy pequeñas, huelen a flores y cítricos, pero en concentraciones cada vez superiores, a grosella espinosa, mata de tomate, y finalmente a –con perdón– pipí de gato. Pero como el umbral de percepción de cada persona es distinto, puede ocurrir que uno se entusiasme con los “espléndidos aromas florales”, mientras que su vecino ya está mirando debajo de la mesa, preguntándose qué desmán habrá hecho el gato del campus. (Un comentario al margen: quizás comprendan ahora por qué el mundo se divide en dos: los que adoran el Sauvignon Blanc y los que lo detestan.) Entre catadores con formación profesional, el problema es relativamente pequeño. Si no se está seguro de estar hablando de lo mismo, sencillamente se utiliza el nombre científico de la molécula. Pero en VINUM no quedaría tan bien: “Aromas de isoamilacetato, glicirricina, benzaldehido-cianhidrina...” Además, la descripción de los aromas no dice gran cosa acerca del vino. Porque, en definitiva, los aromas son – excepto los que indican un defecto del vino – cuestión de gustos. Para la valoración de la calidad, son mucho más importantes la estructura y la percepción en boca: un buen vino tiene un principio suave, un paso de boca presente (es decir, sin caída brusca del aroma o sensación acuosa en el paladar) y un final largo y persistente. En ningún caso debería resecar la boca, o dicho de otra manera, debe ser “jugoso”. Con lo cual nos topamos con el eterno dilema del periodista enológico: si se extiende al intentar describir los aromas, inevitablemente se pillará los dedos. Y si se ciñe a criterios más objetivos, aburrirá al lector. ¿Qué hacer? Al diablo con la objetividad Yo creo que sólo hay un camino: ¡al diablo con la (supuesta) objetividad! Como periodistas, nunca podríamos describir un vino de tal manera que veinte mil lectores asientan con la cabeza y, tras comprarlo diligentes, tengan exactamente la misma percepción gustativa que les habíamos prometido en la nota de cata. Pero sí podemos infundirles las ganas de descubrir un vino que nosotros consideramos digno de ser descubierto, basándonos en impresiones muy personales y, a veces, con alguna que otra metáfora excesiva, de pura exaltación. Lo cual no pone en tela de juicio nuestra competencia en cuanto a la valoración de los vinos. Ni nuestro rigor periodístico. Muy al contrario: que después de 30 años haciendo VINUM aún podamos emocionarnos con la misma pasión por el vino y encontrar, una y otra vez, palabras para expresarlo, ¡a ver quién es capaz de hacer lo mismo!