- Redacción
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- 1999-03-01 00:00:00
Durante mucho tiempo Navarra ha tenido que arrastrar una imagen de incierto prestigio: la de zona de rosados. De los tintos sólo se subrayaba su mediocridad y buen precio. De hecho, hay en Navarra una zona limítrofe con Logroño que ha servido, en años malos, para sacar las castañas del fuego de alguna rimbombante bodega de la DO Rioja. Lastrada por un cooperativismo mal entendido y la mala imagen, los tintos de esta amplia zona han tenido que sortear numerosos obstáculos hasta imponer su calidad. Pero los tiempos corren a su favor. Porque Navarra lo tiene todo para conquistar una primera posición enológica, junto pero no confundida con Rioja.
Es una autonomía donde sólo hay que moverse medio centenar de kilómetros, incluso menos, para que el paisaje cambie bruscamente, el clima vire de lo continental a lo atlántico, o de lo mediterráneo a lo continental, cuando no se fusionan uno y otro en nuevas orgías climáticas. Y aunque se hable de las tres navarras, lo cierto es que la diversidad vitivinícola es impresionante, tal vez única entre nuestras DO. Pero esta variedad de microclimas y tierras no siempre se aprovecha para ofrecer al consumidor vinos con personalidad definida. Aquí ha imperado durante demasiado tiempo la “riojitis”, ese afán por hacer vinos como los riojanos, con el agravante de que en la mayoría de los casos, con la salvedad de Chivite y Ochoa, las imitaciones eran penosas.
El vino debe ser, ante todo, manifestación del terruño, expresando la naturaleza peculiar donde crece la viña, y sintetizando el saber milenario de su cultivo, que suele corresponder con una selección natural impulsada por el hombre en su objetivo de obtener el mejor vino. Dejar que tierra, clima, viña y viticultor se reflejen en el vino, sin romper ninguno de los eslabones de la cadena, es la única forma de conseguir vinos personales, únicos, irrepetibles, tal vez no para todos los gustos, pero siempre para el buen gusto. Naturalmente, para eso hay que olvidarse del factor cantidad como único motivo de producción y cultivo. Es más, el vino de calidad no sólo tiene un mercado en expansión, sino que es capaz de premiar este plus de personalidad y singularidad con buenos precios. ¿Por qué malgastar nuestra impresionante variedad climática, nuestras mil y una colinas orientadas a todos los puntos cardinales, las inacabables horas de luz, la complejísima dinámica de vientos, la increíble facilidad de adaptación de variedades foráneas y su trasformación por el medio? Es posible que antes, cuando se vivía del grado y el color, y se negociaba en graneles, platearse la personalidad como objetivo de nuestros mejores vinos fuera una quimera. Pero hoy no tiene sentido dar la espalda a las posibilidades de singularidad que nuestras tierras encierran. Navarra, virando del rosa al morado, con sus garnachas, tempranillos, cabernets y merlots es un buen ejemplo.