- Redacción
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- 1999-10-01 00:00:00
España, pletórica de luz, escasa de agua y sobrada de sol, iluminada y seca, es un paraíso vitivinícola para los vinos dulces. Una sabrosa parcela de la enología en la que nuestro clima, suelo, tradición y viñedo se aúnan para lograr verdaderas obras maestras, difícilmente superables. Somos un magnífico país donde la riqueza en azúcares de la uva bien madura, pasificada tantas veces, se expresa en vinos golosos hasta el paroxismo, con una exuberancia y profundidad de aromas difíciles de encontrar fuera de nuestras fronteras. Desgraciadamente, este tesoro de la tradición enológica española no se corresponde con el consumo ni con la estima que tales vinos se merecen.
Vinos dulces naturales, sin artificio, en los que el dulzor del fruto se convierte en filigrana gusto-olfativa, y lo mismo baila por fandangos que canta el “cantus firmus”. Vinos dulces de la perfumada Moscatel (de Alejandría, naturalmente) con su vetas aromáticas donde el buen elaborador puede extraer perfumes de flor, mineral y almizcle.
Entonces, el vino se hace néctar de dioses, asemeja los más logrados vinos de varietales tan ilustres y apreciados como la Riesling o Gewürztraminer, sin necesidad de esperar la vendimia que no llega, ni a que la helada providencial las bendiga o la podredumbre noble y otoñal la dignifique.
Así es nuestra Moscatel, la uva reina de las uvas, amante del sol y mimada por los vientos húmedos del mar, que madura gloriosamente bajo el clima del naranjo y el olivo. Por eso ejerce su poderío en la costa levantina, donde mayoritariamente se elabora en mistelas, y donde el genio de un alicantino, marino mercante varado entre cepas, Gutiérrez de la Vega, ha creado una joya con resonancias musicales. Casta y Diva, así es nuestra Moscatel que se apellida de Málaga cuando, en la Axarquía, adquiere resonancias históricas cuyo eco mantiene con orgullo López Hermanos. Y cuando el mar ya es pasión, la Moscatel se aisla en Canarias y matiza sus cálidos dulzores con el tostado de las tierras volcánicas. O, viajera como es, remonta el Ebro para dar en Navarra con una singularidad, el “grano menudo”, que encierra mieles impensables hasta que Chivite las hizo evidentes en su vendimia tardía.
Griegos, fenicios y romanos trajeron hasta tierras hispánicas la uva de los mil aromas. Desde entonces, y hasta siempre, será nuestra reina de las uvas.