- Redacción
- •
- 2000-07-01 00:00:00
Pocos varietales españoles son tan propensos a la desmesura como nuestro entrañable Albariño, uva de aromas intensos, de frutosidad desbordante, pero que potenciada hasta el paroxismo resulta cargante y hasta vulgar. Es una manifestación clara de la peligrosa tendencia a la simplificación y el extremismo existente en nuestro país, y que en el mundo del vino ha provocado efectos perniciosos. Por ejemplo, la moda irresistible de los vinos jóvenes, frescos y afrutados, con su bochornosa procacidad aromática: un insufrible olor a platanito, mezclado con manzana y melocotón, se instaló entre nosotros para asombro del consumidor entendido. Todos los blancos parecían el mismo blanco. La insoportable frutosidad de unos vinos tan aparatosos como simples. No negaré que, en el caso de varietales tan neutros y anodinos como la Airén, la revolución de las levaduras de laboratorio, la tecnología del frío y el acero inoxidable, hicieran milagros. Lo grave es que la ola de monotonía alcanzó a variedades nobles, cuyo perfil aromático se vio así sometido a un planchamiento igualitario absurdo. Así ocurrió con la personalísima Verdejo, ahora tocada de fruta exótica por obra y gracia de la vecindad con la Sauvignon blanc, en menoscabo de cierto tono agreste que la ennoblecía. Y así ocurre, aunque cada vez menos, con la mentada Albariño, incapaz de soportar más de tres tragos sin cansancio. Solo los que hemos gozado de aquellos vinos de Albariño, guardados como tesoros por sus propietarios, blancos con varios años en la botella donde el color dorado brillaba entre las brumas de los inevitables posos, de paladar sedoso y amplio y un buqué complejísimo sabemos lo mucho que puede aportar esta magistral uva cuando se la trata con respeto. Es cierto que eran escasos, y la mayoría no soportaba bien el paso del tiempo. La tecnología llegó para modernizar nuestro mejor vino. Pero ya es hora de que se recupere lo que antaño hacía el buen año y la santa providencia. Porque a nuestros blancos en general, y a los Albariño en particular, les falta finura y complejidad, y les sobran aromas de frutas elementales. No es suficiente ofrecer al catador una potencia aromática fuera de los común si todo se queda en una o dos notas frutales. No es suficiente impresionar el paladar del consumidor con la magnitud sápida que termina empalagando en el final golosón. Debemos posibilitar que el vino se afine y enriquezca en la crianza reductiva, bien en el amplio vientre de los depósitos, bien en el claustro de la botella. Finura y complejidad que empieza por la exigencia más rigurosa en la calidad de la uva, la vendimia sana, los pies de cuba, la fermentación controlada, la lenta maloláctica, y el reposo sin oxígeno. Así lo hizo en tiempo heroicos el genial Benito Vázquez de Carballal. Así lo hace con gran éxito comercial el ámbar de Granbazán. A ellos se unen cada año más bodegueros que buscan la elegancia sin renunciar a la potencia. Algunos la buscan con la fermentación en roble aunque los resultados no son siempre alentadores. Pero todos quieren que los blancos de Albariño alcancen el caché de los grandes. Que es su destino natural.