- Redacción
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- 2000-09-01 00:00:00
Hablar de vino en Aragón ha sido, hasta hace muy poco, cosa de hombres. Paradigma del tinto “macho”, recio y potente, sin demasiados remilgos, los vinos aragoneses fueron creando a lo largo de las últimas décadas una pesada losa que ya es parte de su historia: los graneles para exportar. Una condena que si ayer dio sustanciosos beneficios con un trabajo fácil y despreocupado, hoy no tiene mucho porvenir. Sin embargo, esta tierra fue antaño famosa por sus vinos, de fuerte personalidad, cantados por el romano Marcial. En el S.XII tenía en Jaca un importante centro vitivinícola, y Egea de los Caballeros gozó de gran prestigio en el medievo. En cariñena, Felipe II pudo admirar, camino de las Cortes de Monzón, dos fuentes de vino, tal como relata su cronista Enrique Cock. Pero Aragón experimenta un cambio radical cuando la filoxera crea una gran demanda de vino en Francia. Para satisfacerla, se cambia el viñedo y las técnicas de elaboración, para especializarse en la exportación de vinos fuertes y alcohólicos. Se arranca Cariñena, la uva autóctona que casi desaparece, y se planta Garnacha tintorera. Una losa. Porque la producción granelista, impersonal, destinada a dar fuerza y color a otros vinos, debe renunciar a la personalidad, y eso es jugar a la contra, ya que Aragón posee gran diversidad de tierras y climas, con zonas muy adecuadas para el vino de calidad. Se beneficia de la protección montañosa más impresionante (Moncayo, Pirineos, sistema Ibérico) contra vientos fríos y húmedos del norte y noroeste, lo que permite vendimias sanas. Goza de inviernos templados, veranos cortos, secos y calurosos por ser zona de encuentro climático entrecruzado: continental, atlántico y mediterráneo, como Côteaux de Hermitage, Côtes du Rhone. Tierras que, en general, retienen bien la humedad y la suministran lentamente a la planta a medida de que se desarrolla el ciclo vegetativo, y donde la viticultura está destinada por naturaleza para los grandes vinos. Así lo han entendido algunos bodegueros como los que, en Samontano, han sabido reconvertir el viñedo, abriéndose sin complejos hacia una multivarietalidad de lo más saludable, con inclusión de las principales cepas nobles que hoy existen en el mundo, lo que les ha permitido elaborar los mejores vinos de Aragón. O los que, en solitario, han demostrado las posibilidades enológicas de Cariñena, Calatayud y Campo de Borja. Lo mismo que han hecho, por libre, gente como los aventureros suizos que han descubierto un pequeño paraíso en Creta (Teruel). Más difícil lo tienen el resto, donde el predominio del cooperativismo a la vieja usanza, que rompe la raíz del viticultor y el bodeguero, impone la tradición de la cantidad y el grado. Aragón está ante una encrucijada vital: o vinos recios, toscos, astringentes, corpulentos y alcohólico; o vinos poderosos sí, pero elegantes, refinados, complejos y personales. De su elección depende la propia supervivencia vitivinícola. Y es que la tradición sólo nos salva si la superamos.