- Redacción
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- 2001-05-01 00:00:00
Declinar correctamente el sustantivo rosa -recordad: “rosa, rosae”- fue una de las penosas obligaciones estudiantiles a las que tuve que enfrentarme durante aquel bachillerato multilingüe y autoritario de los años 50. Una obsesión que me impidió gozar con los tesoros sonoros y lingüísticos del latín. Aquellos obstinados curas de mi infancia consiguieron el dudoso mérito de convertir la hermosa lengua de Virgilio, Ovidio, Horacio, o del trágico Julio César, en trabalenguas diabólico. Y como lengua muerta que era, no dudaron en enterrarla. Todo esto, y más que podría contarles, viene a cuento del entrañable rosado, un vino de sinuosas ambigüedades ante el que los críticos enológicos, junto a los más estrictos gastrónomos, suelen torcer el gesto. Pero yo, que tengo un serio problema con el rosa, comprendo a los que padecen fobias o ataques erótico-melancólicos cuando tienen que declinar la palabra “rosado”, adjetivo sustantivado en vino fresco y alegremente trasgresor.
Así, espero que, como yo, los lectores sonrían benevolentes cuando oigan algún comentario despreciativo sobre este vino blanco con rubor de tinto, capaz de activar la líbido y exacerbar el gusto por los paisajes tropicales. No menos tolerante debemos ser con los furibundos detractores de las ambigüedades que se le suponen al rosado.
La verdad, juicios personales aparte, es que el rosado es una bebida sencillamente fundamental en nuestro país, donde todavía el viñedo de varietales blancos es mayoritario, pero donde se bebe fundamentalmente tinto. Anomalía que el rosado, con su vocación conciliadora, viene a atenuar. Y si retrocedemos hasta un pasado ya lejano, pero todavía presente en algunos rincones de España, podemos evocar aquella sana costumbre del vino tinto con sifón, mezcla familiar y espontánea donde se obtenían los primitivos claretes caseros, que luego darían lugar a los rosados. Era una época de confusión sólo superada por el mayor criterio enológico y la oportuna regulación de las Denominaciones de Origen. El rosado impuso su estilo, la verdad de su genuina elaboración, con la renovación tecnológica y enólogica del país, pues este vino, como el blanco, exige de técnicas avanzadas en el prensado, control de la temperatura, y frío.
Y así hemos conseguido que España sea el lugar del mundo donde se elaboran más y mejores rosados. Año tras años, la calidad se expande como una gratificante mancha que ya cubre todo nuestro país. Rosados que superan la tentación de la fácil frescura, la levedad intrascendente, el cuerpo anoréxico. Rosados carnosos, potentes, equilibrados, que enriquecen nuestro panorama vitivinícola y ofrecen al consumidor la posibilidad de una nueva experiencia enológica y, por qué no, también la de volver a amar el latín.