- Redacción
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- 2001-06-01 00:00:00
Pocos vinos en el mundo tienen el pedigrí, la fama y la calidad de nuestros generosos en general, y de los amontillados en particular; y pocos, siendo tan famosos, son, sin embargo, tan desconocidos. Un fenómeno inaudito en un mundo -el vitivinícola- donde el chovinismo campa por sus respetos. Cabalgando la paradoja, en nuestro país, y salvando su Andalucía natal, aunque todo el mundo lo conozca de nombre, pocos son los que tienen trato con él. Y así, nuestro mejor vino, el campo enológico donde España ocupa un lugar de privilegio, sigue siendo una rareza entre nosotros. No es de extrañar, por tanto, que los ingeniosos y pródigos andaluces se hagan cruces ante la supina ignorancia de la mayoría de los españoles a la hora de relacionarse con su mejor vino. Ignorancia por acción y por omisión: ¡cómo no aterrorizarse ante los disparates y sempiternas ignorancias de las que hacen alarde tantas cafeterías y restaurantes! Un generoso mal conservado y peor servido se convierte en una bebida vulgar que arruina el esmerado trabajo de años, la conjunción más portentosa que a la hora de crear un vino puede darse: tierra, clima, crianza e historia.
Pero qué delicia cuando recibe el trato adecuado. Entonces se muestra magnánimo y pródigo en placeres sensoriales. Porque en estos vinos de vejeces infinitas, refrescados por la joven aportación de las criaderas para mantenerse inmortales, se resume la mejor historia de nuestra vinicultura,
Y entre los generosos, el amontillado. El señorío de la larga crianza en las botas centenarias, la esbelta elegancia de un cuerpo flexible y firme, la finura de su origen biológico, una infinita verónica que convierte la fuerza en filigrana aromática de notas salinas, especiadas, con el regusto amargoso y seco resonando en las atónitas células palatales.
El amontillado es un vino de la primera a la última copa, un vino de todas las horas y para casi todas las comidas. Como aperitivo, antes del almuerzo, acompañado de unas aceitunas o un poco de jamón ibérico, es sencillamente insuperable, justificando más que sobradamente su primacía sobre otro tipo de bebidas; pero también puede acompañarnos perfectamente durante la degustación de cualquier tipo de pescado; es una bebida apropiadísima con embutidos o sopas -y no sólo agregado al consabido consomé-. El amontilIado, de aroma punzante y alcohol acariciador, es ideal para todo tipo de cazas, tanto de pelo como de pluma, tanto la mayor como la menor. Finalmente, pocos vinos, salvo quizá el oporto, se amigan tan a la perfección con los quesos fermentados, de noble y azul podredumbre.
El inconveniente de la elevada graduación alcohólica se supera con un consumo mesurado, que en estos vinos de trago lento y profundidades organolépticas abisales es de obligado cumplimiento. Y un vino que en sus múltiples variedades y sutilezas resulta compañero ideal para la serena tertulia, la charla íntima o el regocijo solitario.