- Redacción
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- 2001-09-01 00:00:00
Hubo un tiempo en el que los vinos blancos y jóvenes olían a todo menos a uva. Eran un pozo sin fondo de insoportables tufos donde bullía el olor a fangos en dramática competencia con el sulfuroso virado en sulfhídrico. Lo asombroso es que nos los bebíamos sin hacerles demasiados ascos; bien es verdad que una gran parte de aquellos blancos cabezones se utilizaban para aliviar el color y grado de los potentes y bastos tintos de garnachas tintoreras. El despreocupado y juvenil chateo de tintos aligerados, en unos casos, y el amplio consumo de claretes disfrazados de tintos, en otros, hacían que nuestra gran producción de blanco -casi el 90% del viñedo- pudiera tener salida. Luego vino el progreso enológico, las prensas horizontales, los filtros de diatomeas, el acero inoxidable, las levaduras seleccionadas, las encimas pectolíticas, y con todo ello la moda irresistible de los vinos jóvenes, frescos y afrutados, con su bochornosa procacidad aromática: un insoportable olor a platanito, mezclado con manzana y melocotón, se instaló entre nosotros para sombro del consumidor entendido. Todos los blancos parecían el mismo blanco. No negaré que, en el caso de varietales tan neutros como la Airén o la Palomino, la revolución de las levaduras de laboratorio, la tecnología del frío y el acero inoxidable, hicieran milagros. Lo grave es que la ola de monotonía alcanzó a otras variedades nobles, cuyo perfil aromático se vio así sometido a un planchamiento igualitario absurdo. Así, en varietales nobles como la uva Albariño, Verdejo, Sauvignon, o incluso Macabeo la tentación facilona de la moderna enología puede resultar empobrecedora. Solo los que hemos podido gozar de aquellos vinos de Albariño, guardados como tesoros por sus propietarios, servidos casi clandestinamente en las tabernas de Cambados, blancos con varios años en la botella, donde el color dorado brillaba entre las brumas de los inevitables posos, sabemos lo mucho que puede aportar esta magistral uva cuando se la trata con respeto. Es cierto que aquellos vinos con un paladar sedoso y amplio y un buqué complejísimo, eran escasos, y la mayoría no soportaba ni el paso del tiempo ni la sed más profunda. Por eso, bendita sea la tecnología que llegó para modernizar nuestro mejor vino. Pero ya es hora de que se recupere, en una vuelta superior de tuerca, lo que antaño hacía el buen año y la santa providencia. No es suficiente ofrecer al asombrado catador una potencia aromática fuera de los común si todo se queda en una o dos notas frutales. Debemos posibilitar que el vino se exprese en toda la riqueza aromática que los varietales blancos encierran: frutas carnosas y exóticas, frutillos silvestres, tonos herbáceos, perfumes florales, incluso recuerdos balsámicos que llegan a confundir con la crianza. Todo está en los vinos blancos cuando somos capaces de respetar y realzar el tesoro aromático que encierran sus uvas.