- Redacción
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- 2001-12-01 00:00:00
Se avecinan tiempos de estrechez, de cinturones apretados, no tanto porque la riqueza vaya a disminuir drásticamente, ni porque los españoles veamos reducida seriamente nuestra capacidad adquisitiva, sino porque los fastos y alegrías de cambio de siglo, fin de milenio y demás zarandajas no se correspondían con una realidad que era menos festiva y más austera de lo que creíamos. Ahí están las previsiones de crecimiento económico, una recesión que en realidad es un descenso continuado hacia el estancamiento.
Crisis, pues, pero ¿qué crisis? En primer lugar, crisis de euforia, ya que los tiempos no están para seguir gastando como si el crecimiento económico fuera una goma elástica sin fin, del cero al infinito. Pero, fundamentalmente, crisis de madurez, que es la que a mí me interesa. Porque toda crisis tiene su parte positiva, cual ley de hierro de la selección natural. En tiempos de bonanza real y sentida, el desparpajo de algunos bodegueros poniendo precios a sus vinos muy por encima de su verdadero y justificado valor tiene los días contados. Es cierto que lo que se paga por un vino lo determina el mercado, pero en mercados de elección, como lo es el vino de calidad, la demanda se basa en realidades y no en puro y simple marketing. Aquí no se puede jugar a los indios y los espejitos. Por eso no se entiende que un vino de Rioja, pongamos por caso, elaborado en cantidades tan elevadas que el mercado no ha asumido todavía, ni asumirá en mucho tiempo, si es que lo hace, con unos costos de producción no muy elevados -no olvidemos que un excelente tinto riojano, hecho con uvas pagadas a 300 ptas./kilo, seleccionadas y tratadas como si fueran diamantes, criado en roble francés nuevo, y embotellado en vidrio de lujo, puede tener unos costes de 3.000 ptas.-, pueda valer en bodega entre diez y veinte mil pesetas. Cuesta imaginarse la razón que ha llevado a numeroso bodegueros, cada día más y en más zonas de España, a valorar tan desmesuradamente su vino. Podrá argumentarse que su calidad es muy alta, cosa no siempre cierta, aunque posible; podrá añadirse que se elaboran unos pocos miles de botellas, tan solicitadas que el mecanismo de la oferta y la demanda dispara los precios. Puede ser cierto en algunos casos, pero no lo es en la mayoría. Por el contrario, hay bodegueros que han establecido el precio como un mecanismo de autoestima, esperando que el altísimo coste de cada botella le otorgue un nivel de calidad que no posee. Gran equivocación que, ahora, cuando la crisis que no cesa aprieta, puede convertirse en catástrofe.
Sin embargo, la mayoría de las bodegas españolas siguen ofreciendo excelentes vinos a precios moderados, que no superan las 2.500 ptas.; vinos muchas veces mejores que los que alardean de ser tan caros como inaccesibles. Y yo, que siempre he defendido el que los vinos españoles se cotizaran alto, de acuerdo a una calidad cada vez superior, me siento con autoridad para denunciar el uso del precio como reclamo de nuevos ricos, snobs, y bebedores presumidos, pero poco entendidos. Que el buen vino no necesita del adorno falso de un precio excesivo. Y más, en tiempos de crisis.