- Redacción
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- 2002-03-01 00:00:00
Una moda recorre España, tras imponerse en las grandes zonas vitivinícolas del mundo: la fermentación y crianza de los vinos blancos en barrica de roble nuevo, bien sea americano, bien francés, preferentemente de las variedades Allier y Nevers, con algún toque exótico caucasiano. Ensamblar el aroma intensamente frutal en el mejor de los casos, pero generalmente simplón o vulgarmente perfumado de la mayoría de nuestras uvas blancas, con la aportación de la madera de roble, y su cohorte de especias, tostados, humos y breas, puede producir un agradable contraste de juventud y madurez, suavidad y frescura. Es el ideal perseguido por los bodegueros más prestigiosos, que en Borgoña sientan cátedra. Ahora bien, ni todos los varietales permiten la crianza en madera, ni todos lo bodegueros saben hacerla correctamente. Más bien ocurre lo contrario: se intenta utilizar uvas neutras y de poca estructura, como Palomino, Airén, Listán Blanca, Cayetana, etc., para ennoblecer un vino que nunca podrá ser grande; o, cuando se utilizan variedades adecuadas como Albariño, Verdejo, Garnacha blanca, o la tan traída como mal llevada Chardonnay, se abusa del roble como el nuevo rico usa un “mercedes” para hacer la compra. Porque, para que la aportación del roble en la fermentación, y en la posterior crianza, tanto sobre lías como en la soledad de la duela, mejore y enriquezca un vino, hace falta algo más que una buena barrica y muchos euros. Hace falta sensibilidad, y una gran sabiduría que sólo se adquiere con la experiencia. Porque el buen uso del roble es todo un arte que no se puede suplir con inversiones millonarias en parques de barricas nuevas de flamantes toneleros. Bien al contrario, el uso y abuso de maderas nuevas, incluso de altísima calidad, puede tener consecuencias nefastas: el afogamiento del humo y las notas tostadas, la sequedad del roble que acartona el paladar, un “vainillazo” empalagoso; y eso cuando no acecha el temible TAC, aparecen los inoportunos mohos, se cuelan de rondón las camufladas bretanomices, y, con todos ellos, un sinfín de problemas que pueden arruinar al blanco más pintado. Es cierto que el roble puso remedio a la explosión perfumista de los jóvenes y afrutados que nos inundaron en los 90. Todavía recuerdo aquella insufrible plaga de vinos con sus aromas vulgares de “platanito”, la insoportable levedad de su cuerpo, lo efímero de su gusto goloso sin ser dulce, seco sin ser amable. Por eso, bendita sea la buena madera, pero eso sí, tocada por mano maestra. Carlos Delgado