- Redacción
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- 2002-06-01 00:00:00
Con esto de la madera ocurre como en la película “Los hermanos Marx en el Oeste”: nuestros bodegueros parecen enloquecidos en una carrera vertiginosa a ver quien tiene más y mejor madera... !que es la guerra del roble! No hay vino nuevo, sobre todo si se trata de un tinto con poderes, que no alardee de tan noble árbol genealógico; y así, las cifras del parque de barricas nuevas de La Mancha, por poner un ejemplo esclarecedor ya que se trata de una zona donde imperaban las tinajas de barro, no tienen parangón en Europa. Eso sin contar con la renovación que no cesa de la enorme pila de madera de primer uso utilizada cada año en Rioja. Y es que no hay bodeguero ni zona vitivinícola que se precie que no tire de talonario y compre barricas nuevas, francesas a ser posible, !faltaría menos! Parece como si la madera tuviera la virtud cristiana de hacer bueno el vino mediocre. Los resultados pueden ser, sin embargo, funestos. Hay vinos que sólo pueden presumir de su roble a costa de ahogar todo recuerdo frutal. Existen tostados tan subidos de tono que achicharran la complejidad aromática del vino más pintado. Y resulta cada vez más habitual tropezarse con tintos de una dureza tánica y un paladar seco como un leño, sencillamente porque la aportación del roble ha superado toda prudencia. Quizás no estaría de más, en tiempo de madera a todo trapo, recordar que el aporte fundamental de la barrica no consiste en añadir notas aromáticas de coco, vainilla y torrefactos, tanto más gratuitos cuanto más destacados, sino la de fijar, consolidar, estructurar y dar patente de longevidad a los vinos, permitiendo que los valores primarios y secundarios de su paisaje aromático se expresen con nitidez y complejidad en el tiempo. Una evolución reductiva que pide tanta mesura en la madera nueva como potencia en la fruta original. Tantos y tan abundantes taninos jugosos de la uva madura y pletórica, como pocos de los secos -pero resonantes- aportados por el roble. En cualquier caso, comienzan a despejarse las normas rígidas de las crianzas, cuya burocrática temporalidad nada tiene que ver con el arte sublime de la elaboración de los grandes vinos. Me gusta ver esas contraetiquetas que sólo ponen, con la humildad del bien nacido, la palabra “cosecha”, lo que permite a los bodegueros usar la madera con la delicadeza que la añada exige. No serán “crianzas” pero en la mayoría de los casos saben mejor. Carlos Delgado