- Redacción
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- 2002-09-01 00:00:00
De “luz sin fuego” calificó al vino el poeta bereber del siglo XIII Omar Abour el Farid. Luz del Mediterráneo, sin duda, que baña la costa levantina donde la viña se hizo parte esencial del paisaje, bordeando de verde la costa, pintando de sombra ocre el interior. Es el fulgor vitalista de la viticultura alicantina, donde la Monastrell ha alumbrado el nuevo vino. Es el sosiego valenciano, con sus viñedos de Utiel-Requena, o las subzonas de Alto Turia, Valentino y Clariano, las zonas de producción de la Denominación de Origen Valencia. Mucha historia vitivinícola que ni los musulmanes pudieron tronchar, que habla de grandes vinos en un pasado del que ya sólo quedan los testimonios arqueológicos, los mosaicos romanos y edictos medievales; pero que en la actualidad sufre todavía el peso de una enología orientada a la cantidad, víctima -paradoja habitual en nuestro país- de sus virtudes. Aquí, las tierras son de secano, necesitadas de duro laboreo, pobres y secas, pero donde la vid, de escaso rendimiento, ofrece cada año cosechas seguras y sanas, con uvas cargadas de grado y color. Viticultura ecológica sin proponérselo, ajena a enfermedades y plagas, cultivo de excepción donde no cabe otra cultura. Por ejemplo, en Valencia la atomización de las viñas ha obligado a los más de 14.000 agricultores, incapaces de elaborar su propia uva, a agruparse en gigantescas cooperativas donde la ley del hierro del granel impera, con sus antaño buenos beneficios; dinero inmediato sin riesgo pero sin futuro. Así, casi el 70% del vino valenciano se exporta a mercados europeos necesitados del calor y la luz, la inmensa mayoría en forma de vinos de pasto, con poco valor añadido. Mucha Garnacha tintorera, indiscriminadamente elaborada; poco Monastrell, injustamente mezclado; abundante Moscatel de elaboración anticuada... un panorama desalentador que, felizmente, comienza a cambiar. Lo demuestran en Alicante, la labor pionera y vanguardista de Enrique Mendoza, Agapito Rico y Felipe Gutiérrez de la Vega; en Utiel-Requena, la sabia metamorfosis de Gandía y el esclarecedor ejemplo Mas de Bazán; o la significativa llegada de jóvenes enólogos de la talla de Sara Pérez y Telmo Rodríguez. Se recuperan variedades autóctonas, se descubren maravillas en viníferas hasta hoy menospreciadas como la Bobal, se experimenta, se investiga, y el granel se bate en retirada ante el avance imparable del embotellado. Y comienza a hacerse la líquida y vibrante luz mediterránea en los últimos rincones levantinos de la mediocridad. Carlos Delgado