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El síndrome de Münchhausen

  • Redacción
  • 2011-12-01 00:00:00

“Se non è vero, è ben trovato”, como decía Giordano Bruno. Lo mismo puede decirse de las muchas historias que cuentan los amantes del vino sobre su momento clave en lo que respecta a este producto de la vid. Por lo general, la verdad es bastante más profana. ¡Confesémoslo! La siguiente escena... ¿les suena? Se encuentran dos aficionados al vino. Uno le dice al otro: “Cuéntame, ¿cuál fue botella por la que te enamoraste del vino?” Y el otro le contesta: “Me acuerdo perfectamente, era un Haut-Brion del 88, yo nunca había bebido nada igual, con el primer trago se abrió el cielo, los ángeles cantaron y en ese momento supe que el vino iba a ser lo más importante de mi vida.” Solo estoy exagerando un poquito, pero créanme, he oído muchísimas historias similares. Y estoy convencido de que la mayoría son, sencillamente, inventadas. Historiografía con efectos retroactivos Independientemente del hecho de que yo sea más bien escéptica en lo que se refiere a las experiencias de evocación mística (las lenguas de fuego del Espíritu Santo en Pentecostés, la iluminación budista zen, el amor a primera vista…), es sobre todo la configuración dramatúrgica de estas historias lo que me resulta sospechoso. No he citado Château Haut-Brion sin motivo. Con demasiada frecuencia se acude a este vino como mesías enológico: no habría podido ser un Mouton (demasiado corriente), ni un Pétrus (demasiado ostentoso) y con toda seguridad sería imposible un rosado de tapón de rosca del supermercado de la esquina... aunque sin duda haya supuesto la primera piedra para algún que otro amante del vino. También el juego de las añadas es sutil: rara vez se mencionan vinos de los años realmente excelentes; casualmente, el recién convertido aficionado al vino se decide por el de segunda categoría, el infravalorado, la añada que en realidad solo los verdaderos expertos pueden identificar como grande. El mensaje de esta historiografía con efectos retroactivos es obvio: “Yo tengo estilo, soy modesto (a pesar de mi aproximación desenvuelta a los vinos tremendamente caros), pero sé de lo que hablo”. Ah, y por cierto, el narrador de tal acontecimiento naturalmente se percató de la importancia y significado del momento clave, por ello guardó la botella que ahora, situada en un lugar privilegiado, parece pedir a gritos que las visitas se la mencionen. Con lo cual adquiere una función similar a la de la pregunta acerca de la experiencia mítica mencionada al principio: en realidad, solo es una introducción camuflada para contar la propia historia. Pequeñas confesiones entre colegas Esta es la regla general. Pero recientemente, estando de viaje por Italia, me encontré con una colega británica, colaboradora de una conocida revista de vinos. En una plaza, tras tomarnos dos copas del blanco de la casa, me preguntó con la cara de póquer que ponen los ingleses cuando ironizan: “Vale, confiésamelo, para ti, ¿cuál fue la botella decisiva? Ya sabes a qué me refiero”. Tuve que reírme. Ella también. Después me contó: “Cuando aún era joven, no tenía dinero y no entendía nada de vinos, estuve en París con mi novio. Cenamos en un restaurante elegante y pedimos la botella de tinto más cara que nos podíamos permitir. Entonces pensé por primera vez: “Ajá, así que esto es por lo que algunos se ponen a levitar cuando hablan de vinos”. Pero, bueno, ¡estábamos en París! Y, sinceramente, no creerían de verdad que iba a ser capaz de recordar cuál era aquel vino.”

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