- Redacción
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- 2014-03-04 16:30:57
España, la cuna de esa revolución imparable abanderada por una legión de cocineros estrellados por la Michelin, sigue alimentándose con el menú del día en miles de establecimientos modestos que se esfuerzan en darnos de comer a precio de crisis.
A Ferran Adrià se le ha considerado como el Picasso de la gastronomía. Quizá la comparación tenga un punto de exageración –en realidad, a mí me gusta más Adrià que Picasso: sus cuadros se comen-, pero describe gráficamente cómo, en el devenir de la historia, la genialidad de personajes providenciales provoca un vuelco cultural de características irreversibles. Tras ellos, ya nada vuelve a ser igual. Ni la concepción del universo es la misma tras Copérnico o Galileo; ni la física describe del mismo modo el mundo desde Newton; y sin Darwin, la explicación de nuestra importancia real en la Tierra continuaría a cargo de los talibanes.
Lo que después hacemos con sus hallazgos el resto de los mortales es ya materia de análisis psiquiátrico aparte. A Giordano Bruno los intolerantes lo quemaron en la hoguera; a Galileo lo confinaron en arresto domiciliario hasta su muerte; Darwin tuvo que soportar hasta el fin de sus días la mofa cruel de quienes no soportaban compartir su historia genética con los monos. Y Ferran Adrià todavía tiene que explicar con paciencia infinita que a él también le gustan los callos a la madrileña y la paella valenciana.
En el caso de la gastronomía, nunca como ahora fue más cierto que hace más daño la ignorancia que la maldad. Porque es muy probable que la revolución que desató Ferran Adrià no pretenda de ninguna manera derribar los monumentos gastronómicos edificados durante siglos por la cocina clásica, pero sí que desde ese instante histórico ya no se pueden mantener en pie los malos callos a la madrileña ni las malas paellas valencianas salidas de fogones gobernados por ignorantes. La cocina moderna ya ha acumulado el suficiente nivel técnico como para que no tenga sentido que atravesar el umbral de un restaurante suponga, con harta frecuencia, el comienzo de una mala aventura, cuando no del abuso y la violación de nuestros sentidos y bolsillos.
Lo cierto es que media España, a pesar de ser la cuna de esa revolución imparable abanderada por una legión de cocineros estrellados por la Michelin, sigue alimentándose con el menú del día en miles de establecimientos modestos que se esfuerzan, no siempre con éxito, en darnos de comer a un precio de crisis económica. Según el Anuario Económico de España de La Caixa, en 2008 tocábamos a un bar o restaurante por cada 461 habitantes. Pero, desconociendo que la revolución ha comenzado, al frente de cada uno de estos establecimientos se encuentra a menudo alguien con un extraño sentido de la gastronomía, con elementales conocimientos de la hospitalidad o de la confortabilidad que debe reunir un local que, en esencia, debería estar plenamente dedicado al disfrute de los sentidos de los comensales.
El único placer que la gente de mi edad se puede permitir hasta tres veces al día es arruinado con harta frecuencia por falsos restauradores que no solo no me restauran el cuerpo sino que me lo descomponen un poco más por culpa de su absoluto desconocimiento de los más rudimentarios métodos de cocina. En ningún lugar como en nuestro país hay un desacuerdo tan unánime sobre cómo se fríe un huevo o cómo se confecciona una tortilla de patata, por no hablar de un soufflé o un micuit de oca. ¿Se imaginan el caos resultante si, en el gremio de las zapaterías o de las tiendas de ropa, las tallas se rigiesen por distinto patrón y lo que para unos es piel, para otros fuese poliamida, o lo que unos entienden por seda fuese para otros viscosa?
En España, un huevo frito puede ser con puntillita churruscante o marmóreo, nadando en grasa, con la yema achicharrada o rodeada de un moco de clara cruda, encogido como una pelota o desparramado. Pedir un entrecot a la plancha “en su punto” supone casi siempre bordear el riesgo, incapaces de conocer de antemano qué entiende cada chef por talla L, XL o XXL en la aplicación de calor a la carne. Una pesadilla.
El programa de televisión Pesadilla en la cocina, más que una exageración histriónica, dibuja un retrato exacto del lamentable estado de nuestra restauración a pie de calle. Quizá habría que empezar por cortar alguna cabeza para que los ecos de la revolución de Ferran Adrià alcancen al fin al pueblo llano.