- Redacción
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- 2014-03-27 12:07:46
Estamos sentados a la mesa. Nuestro amigo catador elige, con aire de misterio, un vino que el resto de comensales desconoce. En el fondo nos asombra que pueda emitir un veredicto de las pocas gotas que le ha servido el tacaño del camarero. Tras un trago eterno, el mundo se para hasta que no le vemos sonreír.
Si tenéis ese amigo catador, conservadlo y mimadlo, porque es como el elemento del grupo que hace de guardaespaldas, en este caso de nuestras papilas gustativas, dispuesto a sacrificar su integridad física por la salud del paladar de sus amigos. Salvando las distancias, en algunas cortes medievales existía una figura parecida, la del credenciero real, el guardián de la credencia, una especie de aparador donde se guardaban los vinos, los alimentos y el agua fresca. Este guardián respondía con su vida que ningún veneno pudiese ser ingerido por el rey, debiendo catar previamente ante su señor la salva, la prueba de que estaba a salvo quien bebiese de ello. De la calidad del vino en sí, por cierto, nada se decía.
El diccionario de la Real Academia define la salva, en su apartado 9, como “prueba que hacía de la comida y bebida la persona encargada de servirla a los reyes y grandes señores, para asegurar que no había en ellas ponzoña”. Pero para cuando no tenemos a mano un experto en cata, ese credenciero amigo del alma, entonces el Diccionario nos reserva a continuación una segunda acepción (la número 10) en la que se nos avisa de lo que nos puede ocurrir si confiamos en nuestro inexperto paladar a pecho descubierto: “Prueba temeraria que hacía alguien de su inocencia exponiéndose a un grave peligro, confiado en que Dios le salvaría milagrosamente”. Porque cuando no tenemos a mano a un experto de cabecera, la cata aparentemente inocente de un vino puede acabar siendo una “prueba temeraria” de la que a menudo no nos salva ni Dios.
El amigo catador, además de servirnos de parapeto jugándose el tipo por nosotros, tiene algo de chamán: es capaz de percibir en el vino mensajes ocultos para los que el común de los mortales somos ciegos y sordos. El vino le habla a él, solo a él, le comunica los secretos escondidos en la botella, y los amigos le creemos como al profeta que baja del monte con las tablas de la ley de la enología bajo el brazo. Nos sentimos tan desvalidos, tan inseguros del criterio de nuestro propio paladar que, en lugar de pensar que se está quedando con nosotros, le creemos a ciegas. Eso es fe. Fe en la ciencia, aunque parezca una contradicción en sus términos.
¿No notáis ese toque de vainilla?, nos dice. Eso es de la madera. Roble americano. Y todos asentimos, con la nariz sumergida en la copa, a punto de naufragar en el vino. ¿Y la hierbabuena? Y venga a perseguir el rastro de la maldita hierbabuena. Y acaba llevándonos de excursión por un paisaje de sotobosque, con sus frutillos al alcance de la mano, los aromas balsámicos, un punto de humedad, por cierto… ¿De humedad, he dicho? Eso es la contaminación del corcho por un hongo cabrón que le comunica al vino una peste a setas podridas, a madera descompuesta. Y entonces llega la apoteosis: hacemos venir al camarero (sumiller en los restaurantes más finos) y le humillamos allí mismo exigiendo que nos retire la botella, que está contaminada por… Brettanomyces, se oye decir a nuestro credenciero, con la gravedad del médico que le comunica a su paciente que padece un cáncer. Anda, a ver si tiene reaños el señorito de sala de llevarle la contraria al experto catador que goza de una comunicación directa con los dioses del vino. Desde el primer día que viví esta escena me dije que yo de mayor quería ser profeta catador.
Y es que en esto de los vinos no vale con decir “me gusta”, “está bueno”, “no está mal”, como si estuviésemos haciendo un repaso al novio de la Maripuri. Porque la pura subjetividad, en esto del gusto, nos puede llevar a abismos insalvables. ¿Quién no tiene un amigo al que le encanta la carne pasada como una suela de zapato, las huevas de lumpus como balines, los vinos ajerezados por una oxidación imposible, los calamares elásticos como el chicle o los churros grasientos bañados en chocolate de plástico? Y, lo que es peor, ¡con qué aplomo defiende y justifica su mal gusto!
Creo que en la mesa es el vino el único elemento que causa inseguridad y desconcierto en los comensales. Concretamente en mi caso, cuando mi amigo catador no me acompaña, me aterroriza la idea de estar adorando al becerro de oro, gozando en solitario, sin saberlo, de mi mal gusto inveterado por los vinos perdidos. Es cuando me parece oír la voz del diablo a la oreja diciéndome: “Abandónate, y goza”. Y me abandono, y acabo siendo un feliz pecador.