- Redacción
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- 2014-05-29 11:38:42
En Galicia, el viñedo familiar tiene un significado totémico. Forma parte de la familia, y su vino es el testigo que una generación pasa a la siguiente. Pero a veces se comporta como un hijo tonto, del que no sacas nada bueno, pero al que hay que quererle, y cuidarlo, porque simplemente es nuestro: “nuestro vino”.
Texto: Manolo Saco
Mucho se habla y escribe sobre nuestra travesía vital desde la postguerra española a la transición democrática. Pero poco se habla (en plata) de la travesía que nos llevó desde los vinos tabernarios, agrios, duros, malolientes y turbios a los vinos nacidos de una enología moderna, cuya historia los españoles apenas podemos contar por lustros.
Hubo, en aquella España de la autarquía económica y moral, venenos mucho más fulminantes, como la intoxicación colectiva por aceite de colza desnaturalizado con aceites industriales (miles de muertos y heridos), o el aguardiente enriquecido con alcohol metílico que segó la vida de medio centenar de personas y dejó ciegas a nueve más. Pero la intoxicación lenta, de efectos menos letales, provocada por los chatos de vino de nuestras tabernas patrias, alcanzó en el tiempo a varias generaciones, y malogró el gusto de muchas de sus víctimas para siempre, sin curación posible.
Los que teníamos por costumbre tomar el aperitivo del mediodía, rutina tan hispana por entonces, llegamos a padecer durante años una gastritis leve crónica, como una comezón estomacal inexplicable, producto de aquel brebaje que los taberneros llamaban orgullosamente “vino de la casa”. Como un envenenamiento de novela negra en la que el asesino va intoxicando a su víctima en pequeñas dosis, espaciando la probable relación causa/efecto para intentar burlar así a la policía.
De aquel envenenamiento masivo, los paladares resultaron ser tan víctimas como los estómagos. Durante años pensé que no me gustaba el vino, porque solo había conocido aquella pócima asquerosa, de poderoso aroma alcohólico, que yo bebía imperturbable en compañía de mis amigos, acodado como un hombre en la barra del bar, y aliviado tan solo por el bálsamo de una tapa de callos a la madrileña o unas magras aceitunas. Un rito de iniciación a la madurez, desagradable como el tabaco temprano, pero que nos hermanaba a todos los componentes de la tribu.
Mis amigos enólogos me aseguran, con un evidente exceso de entusiasmo, que hoy es más difícil elaborar un vino malo que uno potable. Que hay que emplear la sabiduría acumulada en muchos años de ignorancia y estulticia para seguir haciendo un brebaje tan venenoso como aquel de mi juventud. Pero se equivocan. No cuentan con que las tradiciones, no pocas de ellas nacidas de la incultura, han fijado un patrón del gusto difícil de erradicar. Como el café torrefacto (es decir, quemado como un carbón), amargo como una purga, que ha modelado el paladar de los “muy cafeteros” que matarían por reivindicar su derecho a atosigar su paladar con un café de sabor acre y posiblemente cancerígeno. Un café para hombres, dicen.
En el bar/restaurante de un pueblo de Ourense, en la antesala del Ribeiro, reviví el otro día aquella postguerra de mi juventud, con un vino de la casa fósil, un monumento viviente al disparate enológico, orgullo del tabernero, guardián de una tradición perdida. Yo, en mi inocencia, había pedido un ribeiro blanco, como quien pide un foie de oca en el Périgord o un aliño de trufa blanca en el Piamonte. “Le aconsejo el ribeiro de la casa: es del nuestro, de nuestra cosecha”… Y me dejé llevar. Y como castigo recibí en una copa un líquido cuyo color me recordaba sospechosamente al de la orina de mis análisis de control clínico anual.
Hagamos un inciso: por si hay algún marciano en la sala, debo aclarar que el ribeiro blanco es un vino de un amarillo pálido, a veces pajizo, y de reflejos verdosos; con la nariz podremos rastrear en él aromas florales, de frutas y de especias que nos preparan para recibir en boca una sensación fresca y elegantemente aromática. ¿Qué era, pues, aquello que el tabernero asesino pretendía hacer pasar por ribeiro? Pues ni más ni menos que “el vino de la casa”, “el nuestro”, un vino fuertemente oxidado ya, tan mal conservado que la cosecha comenzaba a avinagrarse en el mes de mayo, como adelanto a la agonía que le espera tras los calores del verano ourensano. Los aromas habían sido laminados por la fuerte oxidación: ni rastro de balsámicos, de frutas frescas, de primavera de Galicia. Y sin embargo, ese desierto aromático era el orgullo de la casa.
Aviso, pues: viajero que vas al Ribeiro, te guarde dios. Cuando oigas las palabras mágicas de “este vino es del nuestro”, y consideres que el tabernero es más fuerte que tú, ponte a salvo a la carrera porque tu vida corre un doble peligro.