- Redacción
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- 2014-10-01 11:51:51
En la formación del precio de los objetos de consumo y de los bienes inmateriales hay que sumar el coste de producción e investigación, la calidad o la situación del mercado. Parece que solo el vino, determinado vino, se rige por leyes de mercado distintas. Un milagro. Sospechoso, como todos.
Texto: Manolo Saco
Acaba de finalizar uno de los espectáculos naturales más fascinantes: la vendimia. Por el colorido inigualable del viñedo, abigarrado como una paleta de pintor, por el trajín de vendimiadores que desde lejos asemejan un enjambre de abejas, saltando de cepa en cepa a un ritmo frenético en su lucha contra el tiempo. Ese momento en que las bodegas se juegan a una sola carta el futuro de su vino. Porque si “el vino se hace en la viña” a lo largo del año, según sentencia del sabio viticultor, la vendimia es como el instante del parto, donde los racimos del vino nasciturus necesitan sin dilación unos cuidados extremos, presteza y celeridad en su manipulación, trato delicado y temperatura óptima.
Cuando el viñedo se pone de parto, cuando la uva alcanza el punto exacto de madurez, el viticultor emprende una carrera contra reloj, con un ojo permanentemente puesto en el cielo, no para implorar a los dioses, que son muy suyos, sino para perseguir las nubes que en él habitan: unas, mansas; otras, amenazadoras de lluvias y piedra. Esas son su pesadilla. La combinación entre tiempo climático y tiempo de maduración tiene a los bodegueros en un sinvivir que no afloja hasta que entra en las tolvas el último racimo.
Hay que vivir una vendimia para llegar a amar el vino. Y para valorarlo. Para que luego, cada sorbo nos devuelva la memoria de esa gente laboriosa, encorvada durante horas hasta el martirio, que supo dar valor con su trabajo al milagro que encierra cada botella. Y más todavía si la vendimia es en la Ribeira Sacra, muy cerca de mi casa. En aquellas terrazas, llamadas socalcos, que trepan por las laderas de las montañas en pendientes de 40 grados, mis paisanos practican lo que se ha dado en llamar la viticultura heroica, donde literalmente se juegan la vida como héroes.
Después de observar su trajín de obreros equilibristas, me pregunto cuál es el precio justo que deberíamos pagar por ese vino. Porque si nos parece milagroso eso de transformar el agua en vino –es lo que viene haciendo la cepa, al fin y al cabo, desde unos cuatro mil años antes de las bodas de Caná-, más nos lo debiera parecer que en las estanterías de las tiendas podamos encontrar vino a menos de un euro la botella. ¿No es milagroso que el producto final sea más barato que el kilo de uva? ¿O es que el kilo de uva no vale nada, y mucho menos el trabajo del viticultor y bodeguero? O, aún peor: ¿es que lo que encierra la botella en realidad no es vino?
Hacer vino requiere una alianza cómplice entre la ciencia enológica, la química, con sus enzimas caprichosas, y el agricultor. Cuando contemplo el precio de esos presuntos vinos, más baratos que una cerveza vulgar, me acuerdo del esfuerzo y sabiduría que implica necesariamente su elaboración y conservación. Y me da por pensar que nos hemos convertido en los chinos de nosotros mismos, para quienes el precio es más sabroso que los sugerentes recuerdos de fruta, flores, sotobosque y todos los aromas y sabores que hacen del vino una bebida única, misteriosa, que alegra el cuerpo cuando el alma está en paradero desconocido.
En el vecino Ribeiro, de tradición exportadora, hay bodegueros que están devolviendo a los chinos su propia receta. Están vendiendo en aquel inmenso país, con la capacidad de beberse todas las cosechas juntas de Europa en una sentada, presuntos ribeiros a precios de risa. Millones de litros de un brebaje que no me atrevo ni a imaginar viajan a China hasta las mesas de unos consumidores incapaces de marcar en el mapa donde está España, sin sospechar que ahora somos la China de los chinos, gracias a sueldos de chinos y a un desempleo de africanos.
Si supieran los desvelos que son precisos para llenar una botella con vino, tan solo vino, no más… si tuvieran la oportunidad de asomarse al Ribeiro y a la Ribeira Sacra para ser testigos del esfuerzo ciclópeo de una vendimia, empezarían a sospechar que algo extraño ocurre en el cuento. Que el genio de la botella ha vuelto a hacer un truco más de los suyos para que aquello parezca vino.